Vocación al amor. Vocación al celibato

Es conmovedor ver a una persona joven apasionada en la búsqueda de su vocación al amor, y quizá al celibato. Más aún si lo que le apasiona es encontrar el amor verdadero, ese amor que colmará su vida. Jesús se encontró con un joven así. Tanto buscaba ese amor verdadero que fue corriendo a arrodillarse ante Jesús. Lo que le pide es lo que desea todo corazón: ¿qué hacer para conseguir la vida eterna? (Cfr. Mc. 10, 17).

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Ser persona, es decir, vivir invitados a amar

La respuesta de Jesús va más allá. No le contesta sólo cómo ha de comportarse alguien que, después de la muerte, resucitará y vivirá eternamente. El Señor contesta mirando más al fondo del corazón. Le muestra cómo vivir -aquí y ahora, en este mundo- un tipo de vida tan plena que no desee otra. Un estilo de vida definitivo. Eso es lo que Dios quiere cuando propone la vocación. Toda vocación -por supuesto también el celibato- es una invitación a existir amando.

Fuimos creados para ser felices. Ser feliz es posible para el hombre si recibe amor y corresponde a ese amor. Ser persona es esencialmente estar llamado a desplegar la propia vocación al amor. Decía San Juan Pablo II que «el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»[1].

Seguir libremente una vocación al amor, al celibato

Este proyecto divino se hace posible con nuestra libertad. Si la vocación de cada persona es al amor, también comprendemos que no puede existir amor sin que sea libre. Sin libertad no hay amor; sin amor no hay felicidad. Por eso también podemos decir que se llega a ser feliz libremente.

Invitados a amar, vocación al amor y al celibato, Fernando Cassol

Cada persona puede ser feliz libremente, pero siendo seres limitados, por sí sola ninguna criatura puede alcanzar la felicidad. Esto último no es tan evidente y está aún más difuso por la cultura actual. Quizás esta respuesta puede dejar a alguno perplejo o desencantado. Pero es la verdad troncal de nuestra existencia cuando es iluminada por la fe.

Somos criaturas y no somos capaces de autoabastecernos de la plena felicidad a la que aspiramos. Es algo que se advierte cuando nacen dentro del corazón deseos grandes y ambiciosos de realización, de bien, de belleza, de trascendencia. Aspiraciones a las que no podría llegar por sus propios medios. El corazón del hombre tiene deseos que son, de algún modo, infinitos. Y es imposible que él solo, siendo una criatura limitada, pueda satisfacerlos.

Nuestro Padre Dios conoce perfectamente esos deseos infinitos: no sólo los conoce, sino que los puso en nuestro corazón como una fuerza esencial que nos impulsa. Tenemos, por ser personas, un llamado a lo infinito. El único Infinito es Dios, que nos ama sin condiciones. A Él abrimos las puertas de nuestra pequeñez cuando lo amamos libremente. Recibimos, entonces, la plenitud infinita de su intimidad. Eso será definitivo en el Cielo, aunque con un buen anticipo ya en esta tierra.

¿Para qué necesitamos la vocación?

¿Por qué Dios tiene que darme una vocación? ¿Para qué la necesito? Estas inquietudes tienen todo que ver con la vocación a la felicidad que se realiza en el amor. La vocación -cualquiera sea- es el modo de vivir esta vida que Dios nos propone y que realizará más plenamente esos deseos sin límites que tenemos en el corazón.

Aceptar que necesitamos una vocación dada por Dios nace de la fe y nos da libertad. Una fe que lleva a la confianza, porque descubre en Dios y en sus planes a Alguien Bueno, Todopoderoso y Padre. Esa misma fe nos hace capaces de esperar hasta el Cielo para ver la realización plena de nuestra felicidad.

Eso mismo nos permite asumir que esta vida terrena está para preparar la definitiva, y no para instalarnos aquí buscando sentirnos bien a cualquier precio. Nos hace libres porque ser libres es ser capaz de escribir la propia biografía: dueños de nuestra vida y con un sentido.

Ser felices en el celibato, Fernando Cassol

No debemos asustarnos si nos cuesta asumir y aceptar esta verdad. Culturalmente no nos resulta fácil admitir que la mejor opción para nuestra vida es dejarla en manos de otro y esperar recibir de ese otro la felicidad. Cualquiera sea el otro, inclusive si es Dios. Nos parece contrario a nuestro ser el depender de otro, inclusive cuando ese otro es un Padre, fuente de toda Bondad y de un Amor absolutamente desinteresado.

Somos hijos libres para amar

Cuesta reconocer que somos esencialmente hijos: dependemos en nuestro origen de alguien distinto a nosotros mismos. Por eso también nos cuesta tanto entender la felicidad como algo que nos ha de ser regalado. Llevamos en el ADN la idea de que si no hacemos en nuestra vida lo que queremos, de un modo totalmente autónomo estamos saboteando nuestra felicidad.

Ser libre es justamente no dejarse limitar por la propia finitud. Por eso la misma libertad que se añora como esclavo es la que se disfruta como hijo. Es libre quien supera su condición de esclavo.

La libertad se refuerza y se amplía cuando se vive como hijo. Ser amados por Dios y amarlo libremente son los dos remos que nos llevan a la felicidad. La vocación es el camino por el que, para cada uno, se realiza del mejor modo ese don de sí, que articula el sentido de la propia vida.

Dios me elige y yo elijo a Dios

A medida que profundizamos en la realidad sobrenatural de la vocación podemos preguntarnos: ¿entonces, qué es lo más importante: la llamada de Dios o la elección libre de la persona? No son dos dimensiones opuestas, no se excluyen sino que se reclaman: la propuesta de Dios que nace de su Amor de Padre y la respuesta libre de la persona, que se entrega como hijo.

Dios elige para el celibato, camino para ser felices, Fernando Cassol

«Hay un plan de Dios para cada uno; pero no estamos «programados»: sería rebajar a Dios a nuestra pobre altura. Nosotros solo podemos programar cosas sin albedrío, y no siempre nos sale bien; Dios, en cambio, es capaz de impulsar nuestra libertad sin violentarla. Dios gobierna la historia humana hasta en los menores detalles; pero la historia depende también de la libertad humana. (…) También la vocación personal, el plan de Dios para cada uno cuenta con nuestra libertad. Cada uno tiene que descubrirlo poniendo en juego sus recursos propios. Dios no se impone: da unas pistas, insinúa un camino, hace una invitación.

«La respuesta humana a la vocación no se reduce a la simple aceptación de un designio divino, que se presenta de modo siempre inequívoco y evidente; pienso que la libre respuesta a la vocación es, en cierto modo, constitutiva de la vocación misma»[2].

Complementariedad y armonía en la vocación al amor, vocación al celibato

Por eso se puede concluir: «Existe una complementariedad y armonía entre la elección del Señor –“No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido” (Jn 15, 16)- y la libre elección de la persona, a la que Dios le ha dado la libertad precisamente para que la utilice, eligiendo el mayor bien que le sea posible. Por ello, cabe decir que Dios de alguna manera subordina su elección y su llamada a la elección que la persona hace de Él. Como si dijéramos que Dios elige a quien lo elige»[3].

Lo que Dios desea con la vocación está en el polo opuesto de la imposición. Es una propuesta que, como buena semilla, espera caer en la tierra buena de un corazón de hijo de Dios, confiado y libremente deseoso de unirse a la ilusión de su Padre. «Dios quiere que el hombre participe activamente en su propia vocación, sin reducirse a esperar pasivamente que Dios se la haga “ver”»[4].

Ese es el proyecto que Jesús le propuso al joven que, arrodillado frente a Él, no llegó a captar. Dice el Evangelio que era muy rico[5]. Sin embargo, si no se vive con un amor grande ninguna riqueza satisface. El Señor quería proponerle el camino para que se hiciera realidad en su vida ese deseo de un amor grande.

La vocación al celibato, un mismo sendero con diversos caminantes

El Señor concede el don del celibato por el Reino de los Cielos a personas con distinta condición dentro de su Iglesia. Es un mismo regalo que se vive de un modo común en su esencia, aunque las funciones o servicios que Dios pide a cada uno sean bien diversas. El celibato puede vivirse en el estado laical, en el ministerio sacerdotal, y en el estado religioso.

El camino del celibato, diversas realidades, Fernando Cassol

Durante muchos siglos se entendió como algo reservado a sacerdotes y religiosos, pero por tratarse de un don de Dios y no un requisito anexo a un estado de vida en particular, los laicos también pueden gozar de él[6].

El modo más manifiesto del celibato en la Iglesia[7] se presenta en los ministros ordenados: el celibato sacerdotal que viven los obispos, sacerdotes y aquellos laicos que están en preparación al presbiterado.

Otro modo de vivir el celibato se da en los religiosos, cuya vocación los llama a profesar públicamente los consejos evangélicos (obediencia, castidad y pobreza) dando testimonio público del destino definitivo del hombre: vivir exclusivamente unido a Dios por la eternidad. El celibato tiene en este camino un carácter testimonial y escatológico.

La vocación al amor y al celibato en los laicos

El laico, en cambio, vive su celibato por el Reino de los Cielos como una relación personal de amor exclusivo a Jesucristo, como respuesta a un don recibido de Dios. No tiene un sentido público como en el caso de los religiosos. El laico es quien esencialmente se santifica ocupándose de los asuntos temporales uniéndolos a Dios, de igual a igual con las demás personas corrientes, de las que nada lo distingue ni separa[8].

Se trata de un mismo sendero con diversos modos de caminarlo. Lo que es común en este camino recorrido por laicos, sacerdotes y religiosos, es que se lo transita como respuesta a una iniciativa divina –no son ustedes los que me eligieron a mí sino yo quien los elegí a ustedes[9]-, destinada a hacer realidad la vocación personal al amor y que trae consigo una fuerza particular de fecundidad espiritual, constituyendo un modo de encargar y satisfacer los deseos humanos de maternidad o paternidad.

El celibato: un modo de ser libres para amar a Dios con exclusividad

La Encarnación marcó una gran novedad en los modos de vivir el camino vocacional. Se podría decir que Jesucristo inauguró el celibato «por el Reino de los Cielos». Antes de su venida, la virginidad era considerada como una desgracia o, al menos, era una situación indeseable.

Se esperaba el nacimiento del Mesías y, por tanto, cada matrimonio fecundo abría una posibilidad para que esa llegada se realizara[10]. Existían algunas otras formas de vida célibe. Fuera de la tradición judía, éstas se basaban principalmente en principios estoicos, como un modo de vida que otorgara mayor independencia al influjo de las pasiones.

En los mismos judíos existían formas de celibato como es el caso de los esenios[11] y una forma de consagración particular llamada nazareato[12]. Los sacerdotes, por otra parte, debían guardar la abstinencia de las relaciones antes de ofrecer sacrificios[13]. Sin embargo, estas modalidades de celibato tenían un fundamento distinto al inaugurado en la Nueva Alianza por el mismo Jesús.

La vocación al amor y al celibato con la encarnación de Jesucristo

La novedad del anuncio del Ángel Gabriel a María es grande. Abre también un sentido distinto a la virginidad y al celibato. Jesús inicia un nuevo modo de vivir en la tierra, divino y humano a la vez, precisamente porque Él es Dios-Hombre. Y a partir de la novedad que trae Jesús, primero los Apóstoles y después muchos cristianos desde los primeros tiempos, vivirán el celibato como un don pleno de sentido.

El celibato de Jesús no está definido por ningún motivo funcional, como por ejemplo contar con más disponibilidad de tiempo para recorrer ciudades predicando, o no tener el compromiso de atender un hogar. Tampoco se debe a una exigencia ministerial, ya que Él es anterior a todo ministerio de la Nueva Alianza y el mismo origen del nuevo sacerdocio.

De igual modo, su celibato no se basa en el apartamiento del mundo, ya que Jesús vino al mundo para salvarlo desde dentro, siendo uno más entre los hombres, asumiendo todo lo humano noble para recapitularlo llevándolo de nuevo al Corazón de Dios.

Se apoya, entonces, en un modo particular de vivir esa relación filial: la imagen de Hijo que Jesús reveló al encarnarse es el ideal al que todo hombre está llamado, fundamento por el que fue creado, y el modelo de la relación definitiva que tendremos con Dios en el Cielo.

Por eso, el celibato, en cualquiera de sus formas (laical, ministerial o consagrado), encuentra su profunda razón en la de ser elegidos para una relación particular de hijos que amen a su Padre Dios con una especial libertad, sin pasar por otros amores exclusivos.

Celibato para amar y ser libres, Fernando Cassol

Vocación al amor y al celibato en plena libertad

Célibe viene de ceibe, es decir, libre. No significa que el matrimonio sea una esclavitud, ni tampoco que el celibato sea sinónimo de ausencia de compromiso. Diríamos que célibe es aquel al que Dios le dio el don de amarlo directamente, libre de intermediarios.

Desde la Encarnación, Dios ama y quiere ser amado también al modo humano, con su Corazón de Hombre y con nuestro corazón humano. Por ese motivo, desde que Dios se ha hecho Hombre, uno de los caminos humanos de la vocación al amor es el de amarlo directamente y recibir directamente su Amor.

«La virginidad –dice el Papa Francisco- tiene el valor simbólico del amor que no necesita poseer al otro, y refleja así la libertad del Reino de los Cielos»[14]. El celibato da la libertad para poder brindar las energías propias con un sentido universal, primero a Dios y después a todas las personas que, de algún modo, la Providencia pone nuestro camino.

Este modo de ver el celibato como una peculiar imitación de la filiación de Jesús es el que asumió la Iglesia desde los primeros siglos. En los primeros seguidores de Cristo el celibato «por el Reino de los Cielos» era habitual, también entre los fieles corrientes[15]. Se lo consideraba uno de los principales testimonios de amor a Dios, después del martirio[16].

Vocación al amor y al celibato: camino propuesto por Dios para ser felices

Concluyendo ahora las consideraciones que fuimos haciendo anteriormente, podemos decir que la vocación es un camino pensado por Dios para ser felices y portadores de una real y maravillosa fecundidad. Este es el marco en que se explica toda vocación sobrenatural, tanto al celibato como al matrimonio.

No puede entenderse la vocación si no se la descubre como un verdadero don, como un regalo. No es una imposición de la Voluntad divina, un querer al que nadie que quiera ser bueno se debe resistir. Tampoco es una honrosa elección personal marcada por una heroica resignación.

Las expectativas del camino vocacional tienen mucho que ver con qué idea de felicidad orienta la propia vida. Es también importante no olvidar que la felicidad del Cielo, siendo una felicidad sobrenatural –vivir en Dios- no sería verdadera si no fuese también una verdadera felicidad humana.

No es raro encontrar tantos cristianos que desean ser fieles pareciendo resignarse a lo que toca. Quizás no lo afirman así en el plano teórico, pero parece que viven resignados a eso. Dice con fuerza San Josemaría: «cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[17]. Y esa felicidad divina, que es también humana, debe poder vivirse, gustarse con los afectos y desplegarse en la propia vocación, también al amor y al celibato.

Fernando Cassol

Notas del artículo

[1] Juan Pablo II, Encíclica Redemptor Hominis, 10.

[2] Ocáriz, F., Sobre Dios, la Iglesia y el mundo, Ed. Logos, Rosario (2013), 123.

[3] Ugarte Concuera, F., ¿Puedo elegir mi vocación?, Ed. Logos, Rosario (2014), 22.

[4] Ugarte Concuera, F., ¿Puedo elegir mi vocación?, Ed. Logos, Rosario (2014), 23.

[5] Cfr. Lc 18, 23.

[6] Desde la primera época del cristianismo hubo hombres y mujeres que acogieron la vocación al celibato y siguieron ese camino. Los varones solían llamarse ascetas o continentes, y las mujeres recibían el nombre de vírgenes. Aunque fue una práctica originaria, con la aparición y difusión del monaquismo a comienzos del siglo IV, el celibato vivido por cristianos corrientes en medio del mundo prácticamente desapareció y dejó de ser considerado también teológicamente. Esta situación cambia en la primera mitad del siglo XX, con el movimiento general de vuelta a las fuentes del cristianismo. Allí comienza a establecerse nuevamente este camino del celibato laical en instituciones de la Iglesia, como es el caso del Opus Dei. Cfr. Touze, L., voz celibato, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Monte Carmelo – Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, 3ra ed., Burgos (España), 2015, 224.

[7] Nos referimos al rito latino. En la Iglesia Católica de Oriente el celibato no es un requisito exigido para los presbíteros. Pueden contraer matrimonio antes de recibir el orden sacerdotal. En cambio sólo acceden al episcopado los presbíteros que han optado voluntariamente por el celibato. Las razones de esta disciplina son multiseculares, y fundamentadas en diversas situaciones históricas.

[8] Para una consideración sobre la diferencia entre el celibato sacerdotal, religioso y laical, cfr. Leonardi, M., Como Jesús, Palabra, Madrid (2015), 79-93.

[9] Cfr. Jn 15, 16.

[10] Cfr. García-Morato, J. R., Creados por amor, elegidos para amar, Eunsa, Pamplona (2005), 51 y 52.

[11] Los esenios eran los seguidores de una secta judía que practicaban el ascetismo, el celibato y la comunidad de bienes y observaba celosamente los preceptos de la Torá, la Ley Mosaica.

[12] Es en una forma de consagración de una mujer o un hombre hebreo a Yahveh, mediante un voto de cumplir una serie de preceptos de vida. Al consagrado por medio de este voto se le llamaba nazireo o nazareo. Las prescripciones a seguir se narran en Num 6.

[13] Cfr. Leonardi, M., Como Jesús, Palabra, Madrid (2015), 93-98.

[14] Papa Francisco, Exhort. Apost. Amoris laetita, n. 161.

[15] Para una breve síntesis histórica de los distintos modos de vivir el celibato, cfr. Leonardi, M., Como Jesús, Palabra, Madrid (2015), 75-79.

[16] Cfr. García-Morato, J. R., Creados por amor, elegidos para amar, Eunsa, Pamplona (2005), 53.

[17] Forja, n. 1005.

Artículos de la serie sobre el celibato

Fernando Cassol
Fernando Cassol
Fernando Cassol es sacerdote de la Prelatura del Opus Dei. Ejerce su ministerio en Buenos Aires (Argentina). Graduado en Ciencias Económicas se especializó en Filosofía, en la Universidad de la Santa Cruz (Roma). Su tarea principal se centró en la formación y acompañamiento espiritual de jóvenes, trabajando en particular con los que comenzaban su camino vocacional en el celibato.
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