Celibato: Pilotos del propio viaje

En este sexto artículo, profundizaremos en cómo ser pilotos del propio viaje en el celibato (ver aquí los otros artículos de la serie).

El corazón es un motor hacia la felicidad

En el corazón humano está el poderoso motor para ir hacia la felicidad. Es importante decirlo porque vivimos en un mundo fuertemente desilusionado, desencantado, con el corazón del hombre. Muchas personas, casi sin darse cuenta, sufren una tensión entre el deseo de felicidad y la sospecha o la experiencia demasiado negativa con el propio corazón. Parecería que llevamos dentro el enemigo que siempre amenaza con frustrar lo más importante.

Y es muy esperanzador darnos cuenta que no es así. Hemos sido creados por Dios, venimos del Amor mismo, y hemos sido creados para amar. Esto no sólo significa que amar es la tarea más importante en la vida, sino que estamos diseñados, hemos sido pensados para amar.

Índice de contenido, celibato: pilotos del propio viaje

El corazón humano es fuente de esperanza para vivir el camino vocacional en plenitud. Es verdad que requiere ser sanado, ayudado y muchas veces reorientado por Dios, junto a nuestro esfuerzo y la lucha. Pero eso no quiere decir que la vocación sea un deseo imposible, que vivir por amor sea una pasión inútil, como Sartre decía del hombre mismo.

Conocer cómo somos, cómo nos comportamos, cómo hemos sido diseñados -¡a imagen del mismo Amor!- nos ayuda a vivir el camino vocacional con confianza y, a la vez, con una lucha inteligente y positiva, ya que es nuestra parte para hacer realidad ese proyecto de Dios y nuestro.

Un piloto que conoce el barco como a sí mismo

Para llegar a puerto es necesario, entre otras cosas, contar con un buen capitán con experiencia y conocimiento de la ruta. A la vez, es fundamental que también conozca el mismo barco y, mucho mejor, si conoce la nave como a sí mismo[1].

La madurez afectiva requiere buscar el conocimiento propio, que trae como una de sus consecuencias, poder vivir en un sano realismo que nos hace más dueños de nosotros mismos. Podemos así auto-conducirnos con más libertad: saber lo que podemos y lo que no, lo que logramos con facilidad y lo que nos resulta más arduo, cómo se integra nuestro mundo espiritual, afectivo y corporal, etc.

El conocimiento propio nos aleja tanto de las utopías como de las frustraciones que, en bastantes ocasiones, nacen de no saber cómo navegar, de proponernos objetivos que no son para nosotros o no buscar las metas que verdaderamente nos enriquecen. Es fácil que el mapa de la vida se nos complique con señales falsas o secundarias -juicios y conclusiones parciales, impresiones, opiniones de otros, etc.-.

El celibato, una navegación qeu dura toda la vida, Fernando Cassol

Una navegación y celibato que dura toda la vida

El conocimiento propio es tarea de toda la vida. Aunque la edad de la juventud tenga una importancia principal para que este aspecto se consolide, toda la existencia personal siempre tiene una parte de auto-descubrimiento. Cada persona es un misterio -también para sí mismo-, no sólo porque no siempre actuemos de modo coherente, sino porque podemos descubrir siempre fuerzas nuevas, horizontes nuevos, circunstancias nuevas en las que se pone en juego nuestro proyecto como personas.

Conocerse a sí mismo requiere, entre otras cosas, un deseo de adquirir una cierta sabiduría sobre el hombre y el mundo. No se trata de estudiar tratados abstractos de filosofía o de psicología, sino de saber detenernos para escuchar las buenas inquietudes que nacen en nosotros y tener el deseo de buscar sus respuestas.

Las respuestas se van perfilando en nuestro interior, en el aprendizaje de las personas que tenemos cerca, en la experiencia de la vida y, de un modo muy revelador, en el conocimiento y la experiencia del encuentro con Jesús[2]. El conocimiento de sí requiere dar prioridad a enriquecerse interiormente y no vivir volcados hacia fuera, de modo superficial, consumista o sólo pendientes de lo sensible. Invita a saber aprovechar los canales para auto-formarnos: pensar, descubrir, profundizar y poder elaborar las propias respuestas a las inquietudes de fondo.

La importancia de la propia selfie

Del buen conocimiento propio nace una adecuada imagen de sí mismo: es importante que la selfie interior que tenemos sobre nosotros mismos sea realista y positiva.

El auto-conocimiento más auténtico lo proporcionan dos elementos: lo que pensamos y sentimos nosotros mismos sobre nuestro modo de ser, y lo que perciben los demás[3]. Los sentimientos son también como un acceso directo a la propia identidad. La opinión que tenemos de nosotros mismos no es algo banal, secundario. Por el contrario, es el aspecto del conocimiento propio que más influye en la vida diaria: la autoestima no es un sentimiento más. Es una parte importante del conocimiento propio.

Conocerse adecuadamente significa también auto-apreciarse adecuadamente. La interpretación afectiva sobre nosotros mismos es vital, acompaña todos nuestros actos y juicios, y es un motor potente –para impulsar o también frenar- hacia el ideal que deseamos. Un maduro conocimiento propio requiere ser consciente de las propias capacidades y habilidades, sin magnificarlas, y también de las propias limitaciones, sin tampoco exagerarlas[4].

Serie el celibato, Fernando Cassol

Conocerse con la ayuda de los demás en el propio viaje

El conocimiento propio se alimenta también de lo que los demás piensan y conocen de nosotros. Es importante una sana relación con las valoraciones ajenas. No es adecuada una excesiva dependencia de la opinión de los demás como tampoco una ausencia total de lo que nos rodean pueden hacernos conocer de nosotros mismos. Para eso, es bueno preguntarnos qué autoridad tienen las personas de las que esperamos o recibimos valoraciones.

No se trata de la autoridad formal de esas personas, sino de la madurez, sintonía de valores y ponderación del juicio con la que puedan enriquecer nuestra auto-experiencia. La madurez es también elegir buenos referentes, sabiendo que sus puntos de vista serán inspiradores para permitir nuestras elecciones personales.

La madurez nos lleva a que ese conocimiento sobre nosotros mismos sea realista, serenamente aceptado y asumido como parte de nuestro proyecto vital. De algún modo, quererse rectamente a sí mismo supone elegirse y valorarse como cada uno es, y asumir esa realidad como la base del propio proyecto. Si la apreciación sobre nosotros mismos está distorsionada, es fácil que sea frágil la relación con los demás, ya que puede llevar a un continuo desencanto, enojos, irritación. Con frecuencia no nos satisface la aprobación de los demás porque, en definitiva, carecemos sobre todo de la propia aprobación.

Una golondrina no hace verano

Para vivir con plenitud la vocación célibe es especialmente importante que la apreciación afectiva que se tiene sobre uno mismo sea realista, serena y equilibrada. Esa madurez permite también leer e interpretar serenamente nuestros estados de ánimo, poder distinguir en qué medida representan la realidad y así situarlos en su contexto. Cuando falta conocimiento propio con facilidad se puede confundir un sentimiento con una conclusión (o juicio).

Por ejemplo, pasar por una etapa de insatisfacción consigo mismo no implica concluir que la vocación no nos hace felices. Es evidente que hay una gran diferencia, aunque en la realidad de la vivencia personal no sea tan fácil distinguir y, sobre todo, saber cómo actuar. A partir de ese conocimiento propio, podemos tener más claro que, como dice el refrán, una golondrina no hace verano: un momento, una experiencia, no define lo que somos o hemos dejado de ser.

La luz que recibimos de Dios especialmente en la oración es una ayuda muy valiosa para el conocimiento propio positivo y equilibrado. En Dios hemos de buscar las opiniones o los juicios importantes sobre nosotros. Si vienen de Él, esos juicios serán tan realistas como misericordiosos, tan consoladores como exigentes. El examen de conciencia personal también ayuda a conocernos y saber qué enemigos interiores hemos de combatir. El acompañamiento espiritual buscado y seguido libremente es otra fuente de madurez. Y todo ello contribuye a la formación de la conciencia, logrando así un juicio propio realista y maduro sobre nuestros actos y capacidades.

La raíz más profunda de mi yo

Conocerse como un buen capitán conoce su barco implica, sobre todo, conocer cuál es la realidad más profunda que nos sostiene y nos afirma: el Amor de Dios.

Quién soy en el celibato cristiano, Fernando Cassol

Refiriéndose a la alegría que surge de esa realidad, decía el Papa Benedicto XVI: «¿De dónde viene (la alegría)? ¿Cómo se explica? Seguramente hay muchos factores que intervienen a la vez. Pero, según mi parecer, lo decisivo es la certeza que proviene de la fe: yo soy amado. Tengo un cometido en la historia. Soy aceptado, soy querido. Josef Pieper, en su libro sobre el amor, ha mostrado que el hombre puede aceptarse a sí mismo sólo si es aceptado por algún otro. Tiene necesidad de que haya otro que le diga, y no sólo de palabra: “Es bueno que tú existas”.

La bondad de la existencia

Sólo a partir de un “tú”, el “yo” puede encontrarse a sí mismo. Sólo si es aceptado, el “yo” puede aceptarse a sí mismo. Quien no es amado ni siquiera puede amarse a sí mismo. Este ser acogido proviene sobre todo de otra persona. Pero toda acogida humana es frágil. A fin de cuentas, tenemos necesidad de una acogida incondicionada. Sólo si Dios me acoge, y estoy seguro de ello, sabré definitivamente: “Es bueno que yo exista”. Es bueno ser una persona humana.

Allí donde falta la percepción del hombre de ser acogido por parte de Dios, de ser amado por él, la pregunta sobre si es verdaderamente bueno existir como persona humana, ya no encuentra respuesta alguna. La duda acerca de la existencia humana se hace cada vez más insuperable.

Cuando llega a ser dominante la duda sobre Dios, surge inevitablemente la duda sobre el mismo ser hombres. Hoy vemos cómo esta duda se difunde. Lo vemos en la falta de alegría, en la tristeza interior que se puede leer en tantos rostros humanos. Sólo la fe me da la certeza: “Es bueno que yo exista”. Es bueno existir como persona humana, incluso en tiempos difíciles. La fe alegra desde dentro»[5].

No sorprendernos: ¡somos sorprendentes!

No hay que desanimarse: ¡somos verdaderamente sorprendentes! Nos desconcertamos a nosotros mismos. Madurar nos pide mantener la calma mientras nos vamos conociendo, aceptando y encontrando el modo de dar lo mejor a partir de lo que somos.

Es normal que en la vida de cada persona los sentimientos se muevan, como una nave se mueve sobre el agua, casi constantemente. El movimiento natural de los afectos es parte de lo que somos. Somos sorprendentes: ¡y los primeros sorprendidos somos nosotros mismos!

Queremos amar pero elegimos egoístamente; vemos claro una meta, pero no nos movemos para lograrla; nos embarcamos en un proyecto ambicioso y, sin saber muy bien por qué, nos desanimamos; prometemos apasionadamente un amor eterno y después de algunas dificultades parece apagarse ese fuego y quedar en nada.

Nuestras capacidades fundamentales –inteligencia, voluntad y afectividad- están desintegradas. Cada una tiende hacia objetivos que no siempre coinciden y, a veces, son opuestos. Nuestros deseos y apetitos no siempre nos impulsan a lo que nos viene bien, a lo que vemos como bueno. Y otras veces lo bueno no nos deslumbra ni nos atrae, aunque sabemos que lo queremos.

Sorprenderse ante el celibato y descubrir su valor, Fernando Cassol, serie sobre el celibato

Aprender a disfrutar del propio viaje en el celibato

Somos un lío por dentro… Estamos un poco desintegrados por el pecado original. Eso significa que lo que entendemos que nos hace bien no siempre lo sentimos como atractivo; y muchas veces deseamos lo que nos perjudica, o no sabemos gustar y disfrutar lo que tenemos de más grandioso en nuestra vida. En fin: ordenar, integrar ese lío, es parte de una tarea: una tarea nuestra y de Dios. Una tarea que ya es, en sí misma, dejarnos amar y amar. Una tarea que es también parte de la Redención que Jesús viene a traernos.

No sorprendernos de que somos sorprendentes. No desanimarnos cuando cabeza y corazón tiran para lugares diferentes. Somos libres –¡gracias a Dios!- y eso significa que podemos ser los protagonistas de nuestro propio proyecto. Madurar es aprender a vivir inmersos en el misterio que es cada uno. Y madurar también es confiar en que nos abraza el misterio de que Dios nos ama personalmente, con un Amor imposible de abarcar. ¡Somos sorprendentes! Pero la sorpresa no puede dar lugar al desencanto por lo que somos, porque el Amor de Dios puede todo, todo lo abarca y todo lo transforma.

Conquistar la transparencia

El corazón es el centro de nuestras decisiones, juicios y deseos. Es el núcleo más propio del yo: lo mejor y lo peor de nosotros nace allí y allí se consolida. El corazón es el principal artista de nuestro proyecto y también donde fabricamos los más complejos complots contra nuestra felicidad. Por eso, la transparencia de lo que sucede verdaderamente en el corazón es una parte importante del conocimiento propio y condición para crecer en libertad. Necesitamos examinar las propias vivencias, conclusiones y elecciones, sin confiar ciegamente en que son buenas solamente porque surgen de nuestro interior.

Transparencia en el amor y la vida cristiana, Fernando Cassol

Hay un suceso bíblico en la vida del Rey David, que deja muy al descubierto que la transparencia es una tarea y, a la vez, una condición para la libertad. Narra el Segundo libro de Samuel[6] que, habiendo enviado su ejército a la guerra, David se quedó en Jerusalén. Una tarde, paseando por la terraza de su palacio a primera hora de la tarde, vio una hermosa mujer bañándose. Se hizo informar sobre quién era: se trataba de la mujer de Urías, uno de sus más fieles oficiales, que estaba en la guerra. La hizo traer y la dejó embarazada. Queriendo tapar su adulterio, David hizo llamar a Urías a Jerusalén e intentó de que pasase unos días con su propia esposa; pero él –fiel a lo mandado para los soldados en guerra- no quiso intimar con ella en esa visita.

Viendo David que no lograba su cometido, volvió a enviarlo al frente de batalla ordenando que lo pusieran en el punto donde la pelea era más intensa y lo dejaran solo. Así fue y Urías murió. David, entonces, se quedó con Betsabé y su hijo.

Dios sale al encuentro de cada viajero

Pero Dios le envió a Natán, un profeta, para que lo hiciera caer en la cuenta de sus pecados. Natán le relata una breve historia: le cuenta que un rico, para dar de comer a unas visitas, robó y mató la única oveja que su pobre vecino alimentaba y cuidaba con mucho cariño. Entonces David montó en cólera, jurando venganza contra el que haya hecho tal acción. Ahí es cuando el profeta le dice: “¡Ese hombre eres tú!”. Y le explica que es una figura de lo que ha hecho con Urías y su mujer. David lo reconoce, hace penitencia y se arrepiente. Así Dios lo perdonó.

Es una historia paradójica: el Rey David, un hombre de Dios puesto para guiar a su pueblo, cae tan profundamente en el engaño de su propio corazón. No es un momento puntual de pasión. El hecho muestra todo un proceso en el que David va engañándose y parece sólo gestionar esos grandes pecados. Su corazón perdió la transparencia para reconocer lo que estaba haciendo.

La serena madurez que da la verdad

La transparencia del corazón es uno de los ingredientes de la madurez. Transparencia ante Dios, ante los demás y ante uno mismo, que suele ser lo más difícil. Esa sinceridad es valentía para reconocer la realidad. Esa capacidad también permite ir sintonizando poco a poco el mundo afectivo. Cada hombre necesita conquistar permanentemente esa transparencia de sus deseos, sus intenciones y sus elecciones y confrontarlas con lo que ha elegido como verdaderamente valioso para su vida.

Esa capacidad muchas veces requiere que nos ayuden a ver, percibir, razonar, porque el juicio propio no sabe conservar la objetividad sobre todo cuando lo asaltan pasiones, sentimientos o simplemente caemos en la curiosa capacidad de auto-engañarnos.

La falta de transparencia acarrea frecuentemente dificultades. Los problemas se agrandan con facilidad cuando no se comparten. La emotividad pierde equilibrio; la conciencia se desorienta especialmente en aquello que los sentimientos presentan con más ímpetu; fácilmente nos planteamos recorridos y soluciones complejas; nos bloqueamos o desbordamos en actividades cuyo objetivo quizás no nos llevan a lo que realmente deseamos, y así podríamos seguir con un largo etcétera.

Acompañamiento espiritual en el celibato

Si no buscamos la transparencia hablando de nuestro interior con alguien que pueda ayudarnos, fácilmente se entorpece nuestro caminar y, en ocasiones, quizás también la vocación.

El corazón necesita siempre renovar su sinceridad y su transparencia. Y diríamos que es una necesidad especial para vivir con amplitud toda vocación. Ante todo, consigo mismo: algo que parece una obviedad, pero es francamente arduo. Luego con Dios, del que solemos escondernos cuando tomamos decisiones que nos alejan de Él, como pasó en el paraíso con Adán y Eva después del pecado original.

Y para ese proceso de constante conquista de la transparencia es muy recomendable la ayuda del acompañamiento espiritual. Ser sinceros con quien ayuda a nuestra alma a luchar es una necesidad que facilita y allana notablemente nuestra lucha.

Los afectos maduros son los que sintonizan armónicamente con la realidad, los que nos ayudan a ser sinceros. Los afectos –como la persona en su totalidad– son libres cuando captan y conectan con la realidad. Esa es la piedra de toque de su madurez: reconocer la verdad y sintonizar con ella. La madurez afectiva requiere buscar esa verdad constantemente: llegar a captarla, admitirla y asumirla es tan fundamental como para el navegante saber dónde está el norte y cuál es su posición en el mar.

Fernando Cassol

Notas del artículo sobre el Celibato, Pilotos del propio viaje

[1] Dice Juan Pablo II: «La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como “hombre” precisamente en cuanto “conocedor de sí mismo”». Encicl. Fides et ratio, n. 1.

[2] «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado». Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22

[3] Cfr. Vial, W., Madurez psicológica y espiritual, Ed. Palabra, Madrid (2016), 82.

[4] «Para conocerse bien no es necesario reflexionar demasiado en el inconsciente, que por definición no está disponible a la conciencia. Lo realmente importante, al menos para las personas sanas, es la vida consciente, lo que hacemos o no hacemos, la fidelidad en las cosas pequeñas adecuadas para el siervo bueno y fiel (Mt 25, 21)». Vial, W., Madurez psicológica y espiritual, Ed. Palabra, Madrid (2016), 83.

[5] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2011, n. 5.

[6] 2 Sam 11, 1-12, 13.

Artículos de la serie sobre el celibato

Fernando Cassol
Fernando Cassol
Fernando Cassol es sacerdote de la Prelatura del Opus Dei. Ejerce su ministerio en Buenos Aires (Argentina). Graduado en Ciencias Económicas se especializó en Filosofía, en la Universidad de la Santa Cruz (Roma). Su tarea principal se centró en la formación y acompañamiento espiritual de jóvenes, trabajando en particular con los que comenzaban su camino vocacional en el celibato.
Contact Us

We're not around right now. But you can send us an email and we'll get back to you, asap.

Shakespeare y el dilema de la moral moderna, podemos decir que hay valores objetivos