Sentido de la sexualidad en el celibato

Séptimo artículo de la serie el celibato cristiano

La sexualidad es un regalo del Creador para cada persona. Es una dimensión fundamental y enriquecedora, destinada a integrar lo corporal con lo espiritual, permitiendo que la persona en su unidad se realice en su vocación al amor. Ser sexuado es una capacidad humana orientada a la vocación de transformarse en un don. Y ello, aunque de modo diverso, tanto en el matrimonio como en el celibato. La sexualidad de la persona célibe tiene un sentido noble y un llamado a la plenitud, ya que pleno está llamado a ser quien se entrega por amor.

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La plenitud de la sexualidad en el celibato

La sexualidad tiene su plenitud cuando la persona ama y es amada. La sexualidad no se dirige a ser satisfecha en sus impulsos, sino más bien a ser una forma de expresar amor de la persona. Por eso la sexualidad comparte esa vocación al amor que tiene cada persona, porque es ni más ni menos que un modo de vivir y de querer de la persona. Ser sexuado es un modo de ser-para-donarse, que no sólo identifica el cuerpo, sino los afectos, el espíritu y, de alguna forma, nuestro modo de estar en el mundo.

Explica San Juan Pablo II que el cuerpo tiene una estructura donal, es decir, está creado para la donación. Eso mismo puede decirse de la persona en su totalidad: tenemos una naturaleza donal. Es lo que le da sentido a cada aspecto de la persona, también la sexualidad. La existencia humana se vive sexuada. Esa dimensión «afecta a todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y su alma. Concierne particularmente a la afectividad, la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro»[1].

Por eso, ante la pregunta ¿es la sexualidad sólo una fuerza que el célibe debe reprimir? ¿Por qué Dios nos da un impulso al que luego nos pide renunciar? A esas dudas respondemos que todo se explica por la comunicación de la intimidad que se da una relación de exclusividad entre personas. En cada vocación hay una invitación a la entrega de lo íntimo, como expresión más profunda de lo que cada persona es.

La dimensión sexuada está llamada a ser un cauce para compartir intimidad, como expresión de una donación por amor. El celibato es una relación de amor con Dios que tiene exclusividad: eso es lo que define esa vocación. Lo más propio del celibato no es la ausencia del uso de la sexualidad, sino la relación exclusiva entre Dios y la persona. Y esa es la modalidad que la sexualidad está llamada a acompañar, de modo distinto en el matrimonio que en el celibato. En efecto, el matrimonio es un modo de donación donde lo íntimo se dona también sexualmente, y el celibato es un camino donde la donación de lo íntimo supera y engloba lo sexual.

Grandes expectativas de la sexualidad

Es claro que la expresión de donación por medio de la sexualidad es distinta en el casado y en el célibe. Sin embargo -y ya que estamos enfocados en el celibato- ello no significa que la sexualidad del célibe es sólo negación y, menos aún, represión. La sexualidad del célibe tiene sentido en su donación al Señor y, su modo de vivirla, también se relaciona con la especial libertad que tiene para donarse a una multitud de personas.

El contexto cultural muchas veces nos lleva a esperar de la sexualidad sólo poder saciarla. Dicho de otro modo, la expectativa que se tiene de la propia intimidad corporal es que sea calmada o satisfecha, dándole el placer corporal que espontáneamente reclama. No advertimos fácilmente que esta perspectiva empobrece a la misma sexualidad.

De la sexualidad hay que esperar mucho más, ayudarla a aspirar a mucho más: hemos de tener grandes expectativas. Es muy pobre esperar de la sexualidad sólo una satisfacción a un impulso, o proponerse que aporte un poco de placer a la experiencia cotidiana. De la sexualidad hemos de tener horizontes más altos: aspirar a que sea parte del movimiento de toda la persona a amar, dándose.

Donación de la vida entera en el celibato, Fernando Cassol

En el célibe la sexualidad también está para ser canal de donación personal. No significa esta donación sólo sacrificio o renuncia, sino que es también despliegue de lo personal, de lo afectivo y de la realización de la fecundidad (maternidad o paternidad espiritual).

El célibe no ejerce biológicamente la capacidad de procreación, en la que la sexualidad tiene una misión específica. Sin embargo eso no implica que su sexualidad quede inutilizada o sin un sentido pleno. Como persona sexuada, todo lo que una persona vive -sus afectos, su modo de estar en el mundo, en su trabajo, en sus relaciones, hasta su mundo interior- se vive como varón o como mujer, y así es como se dona exclusivamente a Jesús. La realización de la persona en su totalidad lleva a la plenitud de sus capacidades. Si una persona se siente realizada amando y siendo amada, no hace falta que ejercite todas sus facultades biológicas para sentirse pleno[2].

No pedirle peras al olmo

La cultura en la que vivimos nos lleva casi inconscientemente a una confusión que puede ser peligrosa: esperamos del sexo lo que sólo el amor nos puede dar. Vivimos en una implícita expectativa de que la vida humana es plena sólo si experimenta el éxtasis sensible de la sexualidad. Esta perspectiva tiene una parte de espontánea –la naturaleza humana es sexuada- y otra parte –hoy desorbitada- de influjo cultural.

No nos manejamos, por eso, sólo en el mundo de las ideas. La imaginación se alimenta, en buena parte, de lo que el modelo del ambiente estimula y exalta. Así, debemos centrar primero las expectativas sobre qué esperamos de nuestra sexualidad y purificarla de fantasías que, en definitiva, tampoco nos hacen felices. Como dice el refrán, no hay que pedir peras al olmo. La erotización de las relaciones parece crecer día a día. Los medios, la publicidad, el cine, la televisión, las redes sociales parecen ser a veces un llamado a sacar todo el placer posible del sexo, sin más límites que el de la propia libertad. Es bueno tener un sentido crítico ante la inflación de lo sexual que afecta nuestra cultura y a cada uno personalmente.

Impulso y deseos: ¿plenitud o frustración?

La sexualidad humana está comprendida por diversas dimensiones que forman como una estructura piramidal y están llamadas a integrarse[3]. Esas dimensiones son:

  • Biológica y corporal: el aparato reproductor, con su propia dinámica instintiva.
  • Psicológica y afectiva: hay modo propio de sentir que caracteriza y enriquece al varón o a la mujer, en particular, para relacionarse con los demás y con el mundo. Junto a una elasticidad cultural hay también una herencia emocional que es parte de lo sexuado.
  • Espiritual: es evidente que no hay un alma de varón y otra de mujer, pero podemos decir que la masculinidad y feminidad, de algún modo, enriquecen el mundo espiritual y, a su vez, son enriquecidos por el espíritu humano.

Cada una de estas dimensiones -desde la más alta hasta la inferior- puede elevar y enriquecer a la anterior. Y al elevarlo, de alguna manera lo hace pleno, permite su satisfacción. Lo orgánico es enriquecido por el afectivo, y éste, a su vez, es elevado por el espiritual. Esta pirámide no es teórica, se observa en la experiencia personal: por ejemplo, quien se siente sanamente querido, no experimenta especial necesidad de compensaciones sexuales fuera de su camino; o quien se siente espiritualmente alegre y pleno, percibe que también su necesidad afectiva está satisfecha.

No se anulan los impulsos corporales, pero de algún modo, el alma –y la gracia de Dios- tiran para arriba del cuerpo. Podemos comprender entonces que desplegar la sexualidad no significa necesariamente usar el sexo biológico[4]. La sexualidad supone un modo de sentir, de relacionarse, de ver el mundo, vivir la amistad que, en buena parte, se plenifica cuando lo relacional está bien encauzado.

Amor pleno en el celibato, sexualidad humana en celibato, Fernando Cassol

¿Cómo hacer entonces para que, al no satisfacer impulsos y deseos sexuales, el celibato no produzca frustración? Para ello es necesario buscar una madurez afectiva que, en buena parte supone sensatez en las expectativas –la satisfacción corporal tampoco es la clave del amor matrimonial-; un dominio de sí que dé libertad –templanza, fortaleza, una emotividad trabajada…-; una castidad positiva y motivada en el amor a Dios; un proyecto de vida generoso, dirigido a servir a los demás y, sobre todo, una relación personal con Jesús, afectuosa y personal. Con estas cuerdas del alma afinadas, la sexualidad en el celibato es una fuerza que ayuda al amor[5].

Integración, equilibrio y libertad

Como venimos diciendo, la fuerza sexual es una energía reconducible al amor a Dios, ya que es parte de la dinámica personal destinada a la donación[6]. No se trata de un mero mecanismo que pide una satisfacción, sino una fuerza humana que tiene un destino alto y noble, que lo alcanza cuando se la integra en el amor personal.

Esta dimensión es una fuerza que necesita ser integrada. «La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo entero y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la integralidad del don»[7].

Por eso, la sexualidad se hace verdaderamente humana y personal cuando se disciplina y orienta a la relación personal. Esa capacidad de integración de los impulsos que llamamos castidad es necesaria para todos, cualquiera sea el estado de vida y vocación. Sin embargo, es especialmente necesaria en el celibato apostólico[8]. Esta vocación requiere un equilibrio particular de los afectos y las pasiones, que den a la persona el dominio de sí haciendo vivir la entrega como expansión de la libertad y no principalmente desde la negación[9].

Hiperinflación sexual

Años atrás, aparecían noticias sobre algunos países asiáticos que mostraban cómo la competitividad imperante en la cultura había llevado al suicidio a varios estudiantes que no habían logrado ingresar en la universidad. La sociedad les había transmitido implícitamente un mensaje: sin un título universitario no tiene sentido vivir. Claramente, una dura distorsión de la realidad.

Algo parecido sucede actualmente en nuestra sociedad erotizada. Más allá del uso inhumano del sexo para el placer, a veces se percibe como una voz sorda que, de modo subliminal, parece decir: sin alguien con quien compartir la intimidad sexual, serás alguien frustrado… En ocasiones esas opciones vocacionales pueden percibirse como una meta casi imposible porque la sexualidad está impregnada de expectativas falsas, de mentiras sobre lo que el sexo puede dar si nos entregamos a su disfrute y su relación con la felicidad.

Inflación sexual, celibato cristiano, Fernando Cassol

Basta un poco de experiencia y el testimonio de matrimonios fieles y alegres para poner los pies sobre la tierra. La intimidad sexual de las personas casadas es muy importante, pero en un sentido muy distinto al que la inflación sexual sugiere. El aspecto físico del sexo no tiene, de por sí, el poder de satisfacer los deseos más profundos del espíritu. En el matrimonio, la intimidad sexual es la oportunidad de entregarse exclusivamente como un sublime acto de caridad en el que la corporalidad comparte la entrega del espíritu. En el matrimonio, lo sexual no está en primer lugar ni tampoco es el motor principal de la unión conyugal. Esa intimidad es más bien consecuencia del amor generoso que los une. Lo que hace plenos y felices a los esposos no es la intimidad sexual en cuanto tal, sino la generosidad con la que se aman cada día más.

El secreto de la felicidad, por tanto, es el amor fecundo cualquiera sea la vocación por la cual se realiza, y no el placer o la experiencia de lo sexual. Parece una afirmación demasiado obvia, pero a la hora de las elecciones vitales se demuestra que no es algo para dar por descontado tan fácilmente. En momentos de discernimiento vocacional, o en circunstancias especiales donde se prueba la fidelidad, la influencia implícita de este mercado negro de expectativas de la sexualidad puede ser fuerte. Debemos volver a recordar la promesa de Jesús: recibirán el ciento por uno en sus corazones, en sus deseos de dar y recibir afecto, dentro de los cuales el rico mundo de la sexualidad también recibe la alegría de la Redención.

Complementariedad, afecto y corazón en el celibato

En el celibato, ¿cómo vivir la relación con las personas cercanas –mujeres o varones, según sea el caso- sin comprometer aspectos del corazón que son de Dios y, a la vez, ser personas afectuosas y amables?

La cercanía y el afecto con personas del otro sexo surgen con una adecuada espontaneidad cuando la propia intimidad está trabajada, cuidada, llena… El corazón siempre pide, de algún modo, ser elegido y elegir; ser querido y querer. En el celibato esa necesidad-deseo se encauza primero en el trato con Jesús. Desde la solidez del amor al Señor, los demás afectos no son riesgosos ni debemos verlo como algo prohibido. Lo fundamental es, por tanto, tener puesto el corazón en Jesús. Eso nos lleva a una libertad afectiva, que evita una actitud de la que habla San Josemaría: «Me das la impresión de que llevas el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía: ¿quién lo quiere? –Si no apetece a ninguna criatura, vendrás a entregarlo a Dios. ¿Crees que han hecho así los santos?»[10].

Una persona célibe ha de valorar y aprecian las cualidades y bondades de las personas del otro sexo. Cabe en ellos una cierta amistad sincera que excluye lo que lleva a la intimidad exclusiva –no sólo corporal sino afectiva-. Por eso el celibato vivido desde el corazón prescinde de cualquier trato encaminado a amores humanos más cercanos, y no sólo a los actos específicos de la sexualidad sino todo lo que pueda favorecerlos o, de alguna forma, a prepararlos: la intimidad afectiva, los gestos de atracción, manifestaciones que, en definitiva, muestran preferencia, inclinación, invitación a la cercanía. Un tipo de amistad o de relación que no sea adecuada en una persona casada, tampoco es propia de un célibe.

Esa libertad permite a la persona célibe vivir con el corazón pleno, y no con una constante tensión o miedo a enamorarse o a desbordarse sexualmente. Es evidente que en este camino no está –como sucede en el matrimonio- la inmediatez sensible del cónyuge. El don del celibato –apoyado en una adecuada madurez afectiva- hace posible vivir enamorados de Dios, sin experimentar un vacío afectivo o una tensión frustrante. Se puede decir que una persona célibe puede tener una presencia afectiva de Dios tanto o más fuerte que las casadas respecto a su cónyuge. El Señor lo hace posible porque el celibato es un don que impulsa a toda la persona, elevando la afectividad y la sensibilidad.

No tener miedo al amor humano, Fernando Cassol

Decía San Josemaría: «A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos. (…) Por eso me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lo divino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana»[11].

Con el celibato no se pierde nada de lo humano. Las notas esenciales de lo femenino y lo masculino brillan de un modo nuevo y se ordenan a la donación, y se integran en el dar y recibir afecto. Ser solamente para Dios da la posibilidad de ofrecer un amor generoso y humano a los demás, con una dimensión más universal. Así se quiere mucho a todos sin buscar la exclusividad de ninguno, porque tiene en exclusiva al Señor.

Fernando Cassol

Notas del artículo Sexualidad en el celibato

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332.

[2] «La virtud de la castidad se desarrolla en la amistad. Indica al discípulo cómo seguir e imitar al que nos eligió como sus amigos (cf Jn 15, 15), se dio totalmente a nosotros y nos hace participar de su condición divina» Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2347.

[3] Cfr. Palumbieri, S., L’Uomo, questo paradosso. Trattato di antropologia filosofica, Vol. II, Urbaniana Univ. Press, Roma (2000), 199.

[4] Si así fuese, la realización personal estaría subordinada a una función orgánica. La dignidad del hombre, su ser libre, se opone a esa esclavitud funcional (que, en cambio, sí se da en los animales irracionales). La sexualidad humana es parte de la dimensión relacional y que tiene unas potencialidades ordenadas a la relación varón-mujer, sin que esté condicionada a su ejercicio para realizarse.

[5] Recuerdo una entrevista que hace tiempo hicieron a un psiquiatra. Le preguntaban precisamente si el celibato era una posible causa de desequilibrio psíquico, ya que reprimía una fuerza espontánea. El especialista explicaba que lo que desequilibra a la persona es la falta de coherencia con su proyecto vital, no la sumisión de sus impulsos corporales. Si la motivación es noble y alta, esa privación no sólo no desequilibra, sino que brinda una armonía especial que también redunda en lo afectivo.

[6] «El impulso sexual –explica Fulton Sheen- es uno de los instintos más poderosos en el hombre. (…) La libido tiene un propósito más general que el que se dice; no se trata sólo de placer; ni siquiera sólo de reproducción; no es sólo un medio para intensificar la unidad de marido y mujer. Es también un potencial de superioridad. El impulso sexual es transformador. El carbón puede terminar en el fuego o ser un diamante. La libido se puede gastar o se puede guardar. Puede buscar la unidad con otra persona por fuera, pero también puede buscar la unidad con otra persona por dentro: Dios». Sheen, F., Tesoro en vasija de barro, Logos, Rosario (2015), 226.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2337.

[8] «No podemos olvidar que el celibato se vivifica con la práctica de la virtud de la castidad, que sólo se puede vivir cultivando la pureza con madurez sobrenatural y humana, en cuanto esencial a fin de desarrollar el talento de la vocación. No es posible amar a Cristo y a los demás con un corazón impuro. La virtud de la pureza nos hace capaces de vivir la indicación del Apóstol: «¡Glorificad a Dios con vuestro cuerpo!» (1 Cor 6, 20). Por otro lado, cuando falta esta virtud, todas las demás dimensiones se ven perjudicadas. Es verdad que en el contexto actual las dificultades para vivir la santa pureza son múltiples, pero también es verdad que el Señor concede su gracia en abundancia y ofrece los medios necesarios para practicar, con gozo y alegría, esta virtud». Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, 2013, 82.

[9] Afirma San Josemaría que «los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente», Amigos de Dios, n. 183.

[10] Camino, 146.

[11] Escrivá, J., Conversaciones, n. 92.

[6] 2 Sam 11, 1-12, 13.

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Fernando Cassol
Fernando Cassol
Fernando Cassol es sacerdote de la Prelatura del Opus Dei. Ejerce su ministerio en Buenos Aires (Argentina). Graduado en Ciencias Económicas se especializó en Filosofía, en la Universidad de la Santa Cruz (Roma). Su tarea principal se centró en la formación y acompañamiento espiritual de jóvenes, trabajando en particular con los que comenzaban su camino vocacional en el celibato.
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