La misión en el celibato: motivación

Motivación del celibato que enciende la pasión

La misión y motivación en el celibato es el último artículo de la serie Ciento por uno. Pedro, que llegaría a ser la roca firme para la Iglesia, siente inquietud sobre el futuro, y pregunta al Señor: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué será de nosotros?» (Mt 19, 27; Mc 10, 28). — Jesús le da una respuesta que supera todo lo que puede Pedro esperar: le dice que aquellos que lo sigan y dejen todo recibirán cien veces más en casa y en campos, en hermanos y hermanas, en madres e hijos, y en el mundo futuro, la vida eterna (cfr. Mt 19, 29; Mc 10, 29-30).

La respuesta de Jesús nos brinda una visión profunda de la felicidad. ¿Por qué menciona casa y campos? Porque representan dos elementos esenciales para la plenitud: un lugar donde sentirse amado y amar (la casa) y un espacio en el mundo donde la vida pueda florecer, ser fecunda, dejar huella (campos).

Índice de contenido

Soy una misión: identidad y propósito

Además de los afectos, mencionados como hermanos y hermanas, madres e hijos, en la casa y los campos encontramos las motivaciones que dan impulso a nuestro camino vocacional. Vivir el celibato por el Reino de los Cielos significa que en el campo encontramos nuestra misión. La misión, el propósito de toda nuestra vida, es aquello que deseamos construir, realizar y conquistar, y al mismo tiempo, nos transforma en la persona que aspiramos a ser, la que Dios nos invita a ser. Al cumplir con nuestra misión, respondemos a la llamada de nuestra vocación, transformando nuestra existencia por amor.

Por esta razón, la misión se convierte en un componente fundamental de nuestra existencia. El Papa Francisco nos enseña que la misión «no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo».[1]

Vocación y misión en celibato: un binomio inseparable

La vocación cristiana es el llamado personal que Dios nos hace a cada uno para seguir a Jesucristo, identificándonos con Él a través del amor. Por otro lado, la misión es la tarea mediante la cual cada cristiano logra esa identificación específica con Cristo, difundiendo el Evangelio y contribuyendo a la transformación del mundo según el plan divino para cada persona.

Podemos entender la vocación como el motivo original de toda entrega y camino —causa eficiente y a la vez causa final de toda vida cristiana en unión con Cristo—, mientras que la misión es el camino que nos lleva a esa identificación con Cristo y el cometido o encargo particular que Jesús da cada uno.

Tomemos ejemplos concretos, como María, cuya vocación fue el llamado por medio del Ángel Gabriel a dar vida al Hijo de Dios por amor, convirtiéndose así en una figura íntimamente unida a Dios; su misión, en este caso, fue la de ser la Madre de Jesús y Corredentora con Él. En el caso del apóstol Pedro, la vocación fue la invitación a seguir a Jesús entre los primerísimos e identificarse con Cristo por amor, y su misión fue hacer realidad ese proyecto al convertirse en la cabeza de la Iglesia. Como vemos, vocación y misión se entrelazan de manera inseparable.

Breve tratado de la ilusión

«Nada hace entender mejor lo que en cada momento es un hombre o una mujer –afirma Julián Marías– que el mapa de sus ilusiones, con su verdadero relieve, con su intensidad, su carácter epidérmico o visceral, con la acumulación sobre cada una de ellas de más o menos dimensiones de esa biografía. (…) Lo que más puede descubrir a nuestros propios ojos quién somos verdaderamente, es decir, quién pretendemos ser últimamente, es el balance insobornable de nuestra ilusión. ¿En qué tenemos puestas nuestras ilusiones, y con qué fuerza? ¿Qué empresa o quehacer llena nuestra vida y nos hace sentir que por un momento somos nosotros mismos?»[2].

Tener clara y viva nuestra misión es fundamental para mantener la motivación y conservar el sentido y la dirección de nuestra vida. Es en este propósito donde encontramos la perspectiva y la fuerza necesarias para mantener la mano en el arado, para tomar decisiones y para llevar a cabo los pequeños y grandes proyectos. Así nuestra vida se vive con entusiasmo e ilusión y, en gran medida, con pasión. Al mismo tiempo, todo lo que suceda a nuestro alrededor puede ser encauzado e integrado también hacia el cumplimiento de nuestra misión.

Misión: pentagrama de la motivación en el celibato

Todos aspiramos a vivir una vida impregnada de amor, donde ese amor se haga tangible a lo largo del camino. El amor requiere manifestarse de manera concreta, permitiéndonos tocarlo, saborearlo y disfrutarlo. Podemos afirmar que el amor, en su forma más pura, no existe si no se expresa y se encuentra plasmado en el propósito que impulsa y da sentido a nuestras acciones y proyectos.

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Imaginemos el amor como una partitura: las notas por sí solas no pueden componer una sinfonía si no están cuidadosamente escritas y situadas sobre el pentagrama. De manera similar, solo en una misión recibida, aceptada, elegida y renovada, concretada en proyectos, nuestras acciones y eventos adquieren significado, encontrando su razón de ser en el amor. Así como las notas musicales sólo concretan una pieza musical cuando están escritas sobre un pentagrama, de un modo semejante solo en la propia misión, las acciones, proyectos y desafíos —e incluso las dificultades— pueden ser vividas con entusiasmo.

El taller de las ilusiones

Para vivir la misión con auténtica ilusión, necesitamos dar un paso más. Este paso implica utilizar nuestra libertad y comprometernos con lo que somos, deseamos y los talentos que poseemos poniéndolos en juego en proyectos e iniciativas. Se trata de ir construyendo, día a día, la finalidad de nuestra existencia a través de planes y proyectos, grandes o pequeños, orientados a las personas.

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La misión puede imaginarse así como un increíble catálogo de proyectos; estos proyectos están incoados como posibilidades abiertas, pero requieren ser elegidos y diseñados, soñar con ellos, elaborarlos y trabajar en ellos, poniendo en juego todas nuestras capacidades. Siguiendo con la comparación de la maternidad, la misión de ser madre requiere que cada hijo o hija sea un macro-proyecto: elegido, trabajado, querido y cuidado. Además, su misión de madre y esposa implica otros proyectos, grandes o pequeños, que hacen valiosa la contribución a la familia, como su profesión, sus hobbies, las amistades, el carácter, entre otros.

Vivir la vocación con ilusión implica elegir y entregarse a proyectos que se presentan en la vida o que vamos descubriendo, y nos llevan a hacer realidad con pasión la misión que buscamos cumplir. Cada persona necesita así abocarse a trabajar en su propio taller de ilusiones. Así como un artesano, en su taller, busca modelos, evalúa sus materiales, prueba, ensaya, aprende y, sobre todo, se compromete con lo mejor que puede dar, así la misión personal debe trabajarse con creatividad y entrega de corazón.

Disfrutar de la pasión por lo bueno en el celibato

El amor actúa como un motor que es alimentado por las ilusiones, los proyectos. Ellos surgen de una fuente fundamental: la esperanza. Sin esperanza, las ilusiones se apagan, los proyectos pierden fuerza y el amor se debilita. Cuando la esperanza está encendida, la vida cotidiana se ilumina, adquiere sentido e impulso, y la misión personal nos llama a entregarnos con generosidad.

A su vez, el ir concretando esos planes y proyectos genera alegría y felicidad, que para Tomás de Aquino son el fruto de la posesión del bien antes anhelado, deseado[3]. Además, estos proyectos implican personas, implican el bien y la felicidad de otros. Por eso, en la misión vocacional se da de manera paradigmática la pasión por lo bueno, pasión por lo realmente bueno, por lo mejor: lo que Dios quiere de cada uno de nosotros y de los demás a los cuales se dirigen nuestros desvelos.

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«La felicidad -dice E. Rojas- consiste sobre todo en ilusión. Con ellas la vida se vive sobre todo como anticipación. Nos adelantamos, la vamos diseñando y cuando llega lo anticipado, lo saboreamos lentamente, paladeando lo que trae consigo. La felicidad está basada en encontrar un programa de vida atractivo, satisfactorio, capaz de llenar y que sea el acompañante esencial de la existencia, de nuestra biografía»[4]. La tarea de rediseñar y mantener esas ilusiones activas y renovadas es una tarea personal, es una de las tareas del amor.

La materia prima de los proyectos

Aquí hemos llamado taller de ilusiones a una actitud que nace de confiar y hacer propia la misión y lleva a diseñar proyectos en nuestra vida, para hacer realidad ese ideal que Dios nos ha propuesto con la vocación. Proyectos grandes y otros pequeños, a veces obvios y otras veces muy novedosos, donde ponemos toda nuestra creatividad e impulso, que se construyen con lo que somos y vivimos cotidianamente, pero que tienen un sentido superador, más amplio y profundo: son expresión de lo que motiva y orienta nuestra vida.

¿Cuáles son los materiales con los que construir esas ilusiones, esos proyectos? ¿Qué aspectos de la realidad considerar para diseñarlos?

  • En primer lugar, la vocación y la misión específica que hemos recibido de Dios.
  • Mis capacidades, habilidades, talentos y deseos.
  • Las circunstancias que hoy tengo en mi existencia.
  • Lo que Dios y los demás necesitan de mí.

Aunque habrá muchos otros factores, ser conscientes de esas realidades y adoptarlas como una invitación a ser fecundos, llena la vida y le da elementos para vivirla con pasión. Nos hace pensar en esto la actitud que podemos ver en quien recibió los cinco talentos de la parábola evangélica (Mt 25, 14-30). Él salió a negociar, pensando, arriesgando, probando, quizás perdiendo y luego ganando: pero en su vida no eligió ser un funcionario, sino alguien llamado a implicarse, a poner todo de sí para realizar su misión.

Como actitud, el diseño de las ilusiones requiere grandes horizontes, magnanimidad: tener metas grandes y a la vez el realismo de concretarlas en lo pequeño, en lo inmediato, es una combinación propia de la madurez. Así la vocación se vive con motivación.

Los demás: un altavoz de Dios para ser fecundos

Por otra parte, la misión no es un propósito vago y difuso que se limita a una orientación genérica hacia alguna actividad. Implica tanto el cuadro completo, como los detalles. Además, es importante tener en cuenta que la misión se hace vida cuando nos encontramos con las necesidades de los demás, en el servicio y en la amistad; el encuentro con la vida de los amigos, de los que nos rodean, y de sus necesidades y de lo que necesitan de nosotros.

El entorno es frecuentemente un altavoz de Dios, que nos llama en las necesidades de los demás. Así, el encuentro entre las necesidades de los demás y los propios talentos, se convierte en misión: «La fidelidad —el servicio a Dios y a las almas—, que te pido siempre -afirma San Josemaría-, no es el entusiasmo fácil, sino el otro: el que se conquista por la calle, al ver lo mucho que hay que hacer en todas partes»[5].

Un ejemplo palpable de misión se revela en la maternidad: esta no define a una madre de manera genérica, sino que cada madre es única, con características propias y circunstancias específicas relacionadas con sus hijos. Aunque haya muchas madres, cada una lo es y lo vive de una manera exclusiva, irrepetible, tanto en su llamado global a entregarse a su familia, como en la concreción de esto en cada momento con cada uno de sus hijos e hijas.

Puede afirmarse que la maternidad ofrece un paradigma para descubrir y comprender toda misión: ella transforma la existencia, otorga un profundo sentido de fecundidad, se convierte en un canal para dar vida en un sentido vital (más allá de lo biológico), proporciona una posición en la vida, implica una motivación trascendente y permite que la madre se perpetúe de alguna manera en el hijo, otorgando un valor trascendental a su propia existencia. Muchos de estos elementos, también se encuentran —en una forma diferente, pero también muy real, exigente y plenificante— en la elección del celibato por el Reino de los Cielos, cuando se vive la existencia como una misión.

San Pablo: vocación que lleva a vivir la misión con pasión

Demos un vistazo a la apasionante vida de San Pablo. Es conocido el momento crucial en el que el Señor lo llama de manera intensa. Mientras perseguía a los cristianos, experimenta un resplandor envolvente que lo hace caer, y en ese instante, escucha la voz del Señor. Ante la pregunta de Pablo: «¿Quién eres tú, Señor?», resonó la respuesta: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 5). Este episodio es la iluminación vocacional fundamental en su vida.

Inmediatamente después, comienza un camino que lo guiará a descubrir su misión, es decir, al modo concreto o propósito específico de su vocación incondicional a seguir al Maestro. A través de Ananías, y tras un período de aprendizaje, comprende que debe salir a «predicar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Pablo no recibió un plan minucioso y preciso de lo que debe hacer. Utilizando sus dones, conocimientos y asumiendo su responsabilidad, elige su actividad concreta con el objetivo de cumplir fielmente su misión. La vida de Pablo se llena de proyectos, sueños, ilusiones, riesgos y también errores, dolores y alegrías, todos ellos inspirados y elegidos en función de su misión.

San Pablo: proyectos e iniciativa

Entre sus numerosos proyectos, realizó cuatro viajes misioneros por Asia Menor, Grecia y Roma, fundando comunidades cristianas y enseñando la fe. Escribió trece Cartas a las iglesias que había fundado o visitado, así como a algunos de sus colaboradores, con el propósito de animarlos, instruirlos y corregirlos en la fe. Y en esas Cartas está el desarrollo más decisivo de la fe y la teología cristianas de la historia. A la vez, tuvo una vida de trabajo corriente —en Hch 18, 1-4 se cuenta que se dedicaba a la fabricación de tiendas—, que supo hacer compatible con los demás proyectos. También su trabajo cotidiano era uno de sus proyectos para la misión.

En cada uno de estos proyectos, Pablo no solo cumple un cometido, sino que también se realiza en su existencia, llevando a cabo sus sueños mientras concreta su propósito: de eso se trata precisamente la verdadera misión. Se siente libre y, al mismo tiempo, un colaborador obediente del Señor. Esa entrega en la misión es lo que le da sentido a su vocación. Así, puede afirmar que «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20).

De esta manera, vive su vocación con ilusión y pasión, incluso cuando las dificultades no son pequeñas y la cruz está presente en su camino. Y puede así terminar con esa frase de realización y plenitud, que ha atravesado los siglos: «Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Ti 4, 6-8).

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Curar la desilusión

Como la ilusión es efecto de una motivación que enriquece el camino, en la vida también es posible encontrarse con momentos de desilusión. Aunque puede deberse a múltiples factores, resaltamos algunas situaciones en las que influye posiblemente una cierta crisis de motivación:

  • La falta de libertad: Cuando la misión comienza a verse como una tarea que limita, una ocupación que condiciona, se pierde de vista la riqueza de la llamada vocacional y la potencia de la misión recibida y de las posibilidades creativas con que podemos concretarla, y se desdibuja la motivación verdadera, que quizás llegue a reemplazarse con una sacrificada abnegación, pero a la que no se le puede pedir entusiasmo y apasionamiento[6].
  • La crisis de fe en la vida práctica, concreta: Esto lleva a una ruptura, una falta de unidad en la vida, y surge un relativismo práctico que lleva a actuar como si Dios no existiera, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran. Eso puede llevar a personas comprometidas a caer en un estilo de vida aferrado a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana, en lugar de dar la vida por los demás en la misión[7].

Identidad motivacional diluida

  • Una identidad vocacional diluida: Así —señala el Papa Francisco—surge «una preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora»[8].
  • Una excesiva influencia de la opinión del mundo: Se ha llegado a esa situación quizás por vaciamiento interior o cierta superficialidad. «Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado»[9].

«Yo hago nuevas todas las cosas»

Esta frase del Apocalipsis (21, 5) nos invita a poner nuestra esperanza de renovar la ilusión en Jesús Resucitado, victorioso sobre la muerte y el pecado. Así, la “reilusión” surge de volver a buscarlo a Él como el motivo principal y la fuerza para recuperar el sentido de la vida y su plenitud. En esos momentos de la vida, son especialmente oportunas las palabras del Señor en el Evangelio: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6), sobre todo cuando necesitamos purificarnos, sanar y recomenzar.

Retornar al origen, a los motivos que nos llevaron a abrazar nuestra vocación, intentar redescubrir su vigencia, volver a centrarse en la necesidad y urgencia de la propia misión para el bien de los demás y examinar nuestras disposiciones se convierten en tareas necesarias. En este proceso, descubrimos que la libertad se recupera cuando realizamos nuestras acciones por amor, y no simplemente siguiendo nuestros caprichos o deseos.

El Papa Francisco también utiliza la imagen del Resucitado, que en el primer encuentro con los discípulos los invita a ir a Galilea: «Para resurgir, para recomenzar, para retomar el camino, necesitamos volver siempre a Galilea; no al encuentro de un Jesús abstracto, ideal, sino a la memoria viva, a la memoria concreta y palpitante del primer encuentro con Él. Sí, para caminar debemos recordar, para tener esperanza debemos alimentar la memoria. Y esta es la invitación: ¡recuerda y camina!»[10]

De esta manera, nuestra vida discurrirá en ese “comenzar y recomenzar”, y, como nos confirma el Papa, «si recuperas el primer amor, el asombro y la alegría del encuentro con Dios, irás hacia adelante»[11].

Fernando Cassol

Notas del artículo misión y motivación en el celibato

[1] Papa Francisco, Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, n. 273.

[2] Marías, Julián. Breve tratado de la ilusión, Alianza Editorial, Madrid 1985. pp. 66-76.

[3] Tomás de Aquino, De div. Nom., IV, 1.1.266; S. Th., I, q. 5, a. 6, entre otros.

[4] Rojas, E., La conquista de la voluntad, Planeta, Buenos Aires (1994), 104.

[5] Surco, n. 298.

[6] El Papa Benedicto XVI lo dice con toda claridad meridiana: «Para que hoy una llamada (…) pueda sostenerse fielmente durante toda la vida, hace falta una formación que integre fe y razón, corazón y mente, vida y pensamiento. Una vida en el seguimiento de Cristo necesita la integración de toda la personalidad. Donde se descuida la dimensión intelectual, nace muy fácilmente una forma de infatuación piadosa que vive casi exclusivamente de emociones y de estados de ánimo que no pueden sostenerse durante toda la vida.

Y donde se descuida la dimensión espiritual, se crea un racionalismo enrarecido que, a causa de su frialdad y de su desapego, ya no puede desembocar en una entrega entusiasta de sí a Dios. Una vida en el seguimiento de Cristo no se puede fundar en esos criterios unilaterales; con entregas a medias, una persona quedaría insatisfecha y, en consecuencia, quizá también espiritualmente estéril.». Discurso a los Monjes Cirtercienses de la Abadía de Heiligenkreuz, Austria, 9 de septiembre de 2007.

[7] Cfr. Papa Francisco, Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, n. 80.

[8] Idem, n. 78.

[9] Idem, n. 79.

[10] Papa Francisco, Homilía en la Vigilia Pascual, 8 de abril de 2023.

[11] Ibid.

Artículos de la serie Ciento por uno sobre el celibato

Fernando Cassol
Fernando Cassol
Fernando Cassol es sacerdote de la Prelatura del Opus Dei. Ejerce su ministerio en Buenos Aires (Argentina). Graduado en Ciencias Económicas se especializó en Filosofía, en la Universidad de la Santa Cruz (Roma). Su tarea principal se centró en la formación y acompañamiento espiritual de jóvenes, trabajando en particular con los que comenzaban su camino vocacional en el celibato.

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