Antropología y Psicología: Afectividad
Conocer el mundo afectivo para conseguir la armonía de la personalidad y ayudar a los demás. Acompañamiento espiritual para formar la razón, la voluntad y el corazón. Estos son los principales objetivos del siguiente guión. El texto se introduce en las dinámicas afectivas, sin la intención de hacer un tratado, sino de dar luces para comprender mejor las profundidades de nuestro ser, a las que metafóricamente llamamos corazón. Dejar de lado esta tarea de auto conocimiento supondría, como señala Sarráis, vivir con un desconocido dentro de uno mismo.
Índice
I. Afectividad: la formación del mundo afectivo.
- El mundo afectivo (emociones, sentimientos, pasiones y tono del humor).
- Influencia de la afectividad en la vida y en las relaciones interpersonales, trabajo, apostolado, labor pastoral.
- Formación de la inteligencia emocional y el control racional: autocontrol, compasión, celo y perseverancia, habilidad de motivarse a sí mismo.
II. Afectividad: Reconocer emociones y gestionarlas
- El resentimiento y la rabia (ira) (qué son, causas y modo de afrontarlo).
- La empatía y compasión, el trabajo en equipo (características de un equipo eficaz).
- La gestión y resolución de conflictos (promoción de la paz y la serenidad).
III. Afectividad: La dimensión sexual
- La dimensión sexual de la persona y su integración: conocer, sujetar y hacer suyos los dinamismos físicos, fisiológicos, psicológicos y espirituales de la sexualidad.
- Del instinto a la tendencia, orientación y deseo, alteraciones de género.
- Conductas adecuadas y banderas (red flags) del comportamiento o límites.
IV Afectividad: El don del celibato.
- El don del celibato: del amor humano al amor divino (amor y enamoramiento).
- La identidad y plenitud afectiva de la persona célibe. La interiorización y protección el don del celibato.
I. Afectividad: la formación del mundo afectivo
El mundo afectivo (emociones, sentimientos, pasiones y tono del humor.
Influencia de la afectividad en la vida y en las relaciones interpersonales,
trabajo, apostolado, labor pastoral. Formación de la inteligencia emocional y
el control racional: autocontrol, compasión, celo y perseverancia, habilidad
de motivarse a sí mismo.
1. El mundo afectivo (emociones, sentimientos, pasiones y tono del humor).
La afectividad es la facultad psíquica por la que las vivencias nos afectan.
Una vivencia es una experiencia consciente que puede tener su origen en un
acto de la percepción, imaginación, memoria, pensamiento, deseo y
comportamiento, a la que el sujeto presta atención y de la que toma
conciencia.
La relación entre la afectividad y la consciencia queda reflejada en el refrán
que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”, que se puede interpretar en
el sentido de que aquello de lo que no somos conscientes no nos afecta, esto
es, no produce en nosotros ninguna reacción afectiva. En este refrán, el
término “ojos” puede tomarse en un sentido amplio como “la consciencia”, que
es la instancia final que permite enterarse del significado de las cosas y de
su relevancia personal, y capaz de provocar una reacción afectiva.
La relación entre afectividad y consciencia es bidireccional, pues, de un
lado, lo que se conoce produce afectos, pero, de otro, cuando el pensamiento
piensa sobre los afectos que se sienten puede conocer nuevas cosas o las
mismas cosas desde una perspectiva diferente. Así pues, la afectividad es
también una fuente de conocimiento porque nos da a conocer que una cosa nos
afecta, nos influye, nos interpela. Además, al analizar la cualidad del afecto
que algo nos provoca, nos da a conocer también si ese afecto es positivo o
negativo, es decir, agradable o desagradable, deseado o rechazado. Por
ejemplo, el miedo nos dice que la afectividad capta en la realidad algún
peligro, algo que puede causar daño, sufrimiento. La razón deberá descubrir
cuál es ese peligro, si es real o imaginario, su grado de peligrosidad, y
tendrá que pensar en la manera de evitarlo. La voluntad ha de ser la que
impulse la conducta de evitación, pero es la razón la que indica cual es la
más adecuada al peligro, dado que las conductas que el miedo impulsa (huida,
sumisión y violencia defensiva) pueden ser adecuadas en unos casos, pero
inadecuas en otros.
Así pues, la afectividad, además de ser fuente de conocimiento, es un potente
motor de la conducta humana que impulsa a realizar acciones que mantienen o
aumentan los afectos positivos o que, por el contrario, hace desaparecer o
disminuir los afectos negativos. El otro motor de la conducta humana es la
voluntad, que mueve a realizar conductas consideradas como buenas por la
razón.
Con frecuencia estas dos fuerzas psicológicas, afectividad y voluntad, entran
en conflicto, lo que provoca angustia y puede paralizar al sujeto hasta que
tal conflicto se resuelve. Las personas que se acostumbran a resolverlo
cediendo al impulso de la afectividad, que pasa a ser el motor dominante de su
vida, suelen ser impulsivas, inestables y dependientes de los impulsos que
provienen de los afectos; mientras que las personas que se acostumbran a
actuar por impulso de la voluntad son estables, racionales y libres.
Algunas personas para evitar el conflicto entre cabeza (razón y voluntad) y
corazón (afectividad) utilizan estrategias psicológicas que impiden que la
razón se dé cuenta de que lo que la afectividad desea es malo: son los
llamados mecanismos de defensa neuróticos. Dos de ellos son los más usuales:
el mecanismo de negación de la realidad que lleva a decirse a sí
mismo que no hay un conflicto (por ejemplo, afirmando que lo negro es blanco;
o alegando que "yo no he sido el que se ha portado mal", cuando no es
verdad). Este modo de actuar ha quedado reflejado en el lenguaje
común con las expresiones "meter la cabeza debajo del ala para no enterarse" y
"no hay peor ciego que el que no quiere ver". El otro mecanismo de defensa
neurótico es el de racionalización o justificación que es un
autoengaño para evitar el conflicto y consiste en decirse a sí mismo que lo
que deseo hacer no es malo sino bueno porque me hace sentirme bien.
Suele decirse que para entender la importancia que tiene una madre en su
familia hay que esperar a que esté ausente. De igual manera se puede entender
la importancia de la afectividad en la vida humana cuando falta (apatía,
abulia) o cuando es negativa, es decir, cuando se expresa en emociones,
sentimientos y estados de ánimo negativos (miedo, ira, tristeza, vergüenza,
inseguridad, frustración, odio, repugnancia). Los afectos negativos nublan la
razón y debilitan la voluntad en proporción a su intensidad y, en
consecuencia, reducen proporcionalmente la racionalidad y la libertad del
sujeto. Esa circunstancia ha dado lugar en el ámbito penal a la eximente
denominada "enajenación mental transitoria", por la que los juristas entienden
que una persona es menos culpable de un delito si lo cometió en un estado de
locura transitoria provocada por una emoción tan intensa que le privó de su
capacidad de juicio racional y de su voluntad libre. Es sinónimo de la
expresión "tener un arrebato de locura". Esto ocurre con más frecuencia con
las emociones básicas negativas, que son el miedo y la ira.
La persona que no consigue un buen control de sus reacciones afectivas tiende
a actuar de modo irracional, incluso cuando siente afectos positivos, pues las
conductas positivas que impulsan esos afectos, al no estar reguladas por la
razón, carecen de proporción, son imprudentes, insensatas y peligrosas. Por el
contrario, si la persona tiene control sobre su afectividad, los afectos
positivos promueven las conductas que la razón considera buenas y la voluntad
quiere, y, en este caso, como su cabeza y corazón funcionan coordinadamente,
en equipo, pueden dar lugar a comportamientos excelentes, virtuosos, y, a
veces, heroicos.
En una persona equilibrada o madura los afectos positivos afectan
positivamente al funcionamiento del pensamiento y de la voluntad -que son las
facultades propiamente humanas-, lo que se traduce en pensar en positivo
-pensar bien- y en un querer lo positivo -querer el bien-, que se manifiesta
en un comportamiento positivo (hacer el bien), que hace sentirse bien a unos y
a otros. Se origina así un círculo ’virtuoso’ positivo, que conduce a vivir
una vida feliz y a hacer felices a los demás. Este modo de vivir en positivo
es el mejor antídoto para evitar el círculo vicioso negativo opuesto.
Es característico de la afectividad que, cuando en un sujeto domina un afecto
de un determinado signo (positivo o negativo), se asocian a éste otros afectos
del mismo signo, aunque menos intensos, formando como un racimo de afectos,
que intensifica y prolonga esa situación afectiva. Los afectos positivos van
con los positivos, y los negativos con los negativos, porque los afectos de
signo contrario son incompatibles entre sí.
De lo anterior se deduce que la mejor estrategia psicológica para pasar de una
situación afectiva negativa a una positiva es hacer algo (pensar, percibir,
imaginar, recordar o actuar de modo positivo) que provoque emociones positivas
de intensidad suficiente para desplazar a las negativas. Esa actuación ha de
hacerse cuanto antes para evitar que los afectos negativos arraiguen, lo que
haría más difícil cualquier actuación positiva para generar afectos positivos.
Es esta una estrategia que requiere una cierta fuerza de voluntad, que se
adquiere con entrenamiento, para poder vencer la tendencia a actuar de modo
negativo bajo la influencia de los afectos negativos. Hay un dicho popular que
trata de condensar la conveniencia de entrenarse en esa estrategia: “conviene
aprender a reírse de uno mismo para reírse de los problemas”. Los problemas
producen emociones negativas (preocupación, miedo, tristeza, ira) que son
incompatibles con la alegría, por lo que, con la risa, que produce alegría, se
pueden neutralizar y desplazar las emociones negativas. Este dicho ha llevado
a algunos terapeutas a desarrollar una terapia afectiva que se denomina
“risoterapia”.
Algunas personas sienten a la vez afectos de signo opuesto, fenómeno que se
denomina "ambivalencia afectiva". Es una situación emocional que puede darse
en personas sanas en circunstancias especiales, pero es más propia de
individuos con un cierto desequilibrio psíquico asociado a escaso control
emocional, como ocurre en las personas inmaduras y neuróticas. Las
ambivalencias más frecuentes son: amor-odio, miedo-atracción, alegría-pena.
También se produce en personas que sufren patología psicótica en la que se
produce una grave ruptura del equilibrio psicológico. La ambivalencia suele
bloquear y paralizar al sujeto que la presenta, pues produce incertidumbre y
duda en el pensamiento sobre cómo actuar, que, a su vez, paraliza la voluntad.
La ambivalencia se acompaña siempre de cierto grado de sentimiento de
inseguridad y ansiedad. Con el tiempo, la intensidad de los afectos disminuye,
e incluso se puede resolver la ambivalencia, con lo que el sujeto vuelve a
funcionar bien. Pero si los episodios de ambivalencia ocurren con mucha
frecuencia, el sujeto puede quedar afectivamente paralizado de modo permanente
y hacerse pasivo y dependiente de los demás.
Así pues, el ser humano posee la capacidad de tener afectos positivos y
negativos. Los negativos son más frecuentes y pasivos porque el sujeto los
padece por influjo de las condiciones biológicas y ambientales. En cambio, los
positivos son activos, pues dependen del esfuerzo del sujeto por adquirirlos y
mantenerlos, como se refleja en la virtud de la alegría, que supone repetidos
actos positivos internos y externos para alegrarse. Ese esfuerzo por controlar
la afectividad es el medio imprescindible para progresar en el camino de la
madurez psicológica. Las personas inmaduras lo son porque no se han esforzado
suficientemente para lograr un adecuado dominio voluntario de su afectividad,
de modo que su vida psicológica acaba siendo dominada por los afectos
negativos que tienden a aumentar progresivamente en frecuencia e intensidad.
Todas las cualidades humanas tienen una finalidad, un sentido; y los afectos
positivos y negativos no son una excepción. Pero si no se mantienen bajo el
dominio de la razón y la voluntad, a fin de que sean adecuados en intensidad y
cualidad a los estímulos que los producen, pueden deteriorar o bloquear el
funcionamiento psíquico normal y producir enfermedades físicas y psíquicas. Y,
como ocurre con la violencia producida por la ira, pueden ser el origen de
comportamientos inadecuados y peligrosos para el propio sujeto y/o para las
personas de su entorno.
Los afectos pueden ser emociones y sentimientos, que se distinguen por su
intensidad, duración y origen. Durante siglos los filósofos llamaron a los
afectos “pasiones”, pues son fenómenos psíquicos que se padecen, en
oposición a aquellos que el sujeto produce. Por esta razón, la palabra
castellana más antigua para designar los fenómenos afectivos es “pasión”, que
el diccionario de Covarrubias define como
perturbación del ánimo, que Cicerón llama “afecto”. En el lenguaje
psicológico actual se sigue empleando el término “pasión” para los afectos muy
intensos, y en particular para la “pasión sexual”, que se acompaña de una
intensa emoción agradable.
Las emociones son afectos intensos, pero de breve duración,
pues pierden intensidad o desaparecen en minutos, horas o días. Su duración
depende del temperamento del sujeto: se denominan primarios a los sujetos con
emociones muy superficiales y breves, mientras que se consideran secundarios a
los que tienen emociones profundas y duraderas. Los
sentimientos son afectos menos intensos que las emociones, pero más
duraderos.
Las emociones se relacionan con los estímulos percibidos de
una manera más directa que los sentimientos, pues estos últimos pueden darse
como secuela de las emociones, cuando éstas pierden intensidad; serían, por lo
tanto, producidos por estímulos percibidos, pero, en general, los
sentimientos suelen tener otro origen.
Así pues, las emociones se viven como algo impuesto por fuerzas
externas al Yo, mientras que los sentimientos se experimentan como
algo más propio, interno y personal.
Las emociones y los sentimientos pueden poseer una tonalidad o
cualidad positiva, y entonces producen bienestar; o negativa, y entonces se
acompañan de malestar y sufrimiento. Cuando el sentimiento es de poca
intensidad, persistente y de origen desconocido se sospecha que está causado
por el funcionamiento fisiológico general y se denomina
estado de ánimo o humor básico. Así pues, se puede considerar que la
afectividad tiene capas o estratos de diversa profundidad como la tierra o la
piel: estratos profundos, intermedios y superficiales. El estrato superficial
son las emociones, el intermedio los sentimientos y el profundo el estado de
ánimo.
2. Influencia de la afectividad en la vida y en las relaciones interpersonales, trabajo, apostolado, labor pastoral.
La vida personal depende mucho de la personalidad que se tenga. Hay unas
personas con una manera de ser positiva y otras con una manera de ser
negativas. El signo de la manera de ser lo aporta la afectividad.
Las personas con afectos positivos intensos, frecuentes y persistentes son
personas alegres, optimistas, valientes, audaces, y en general con cualidades
valiosas, que les ayuda a ser felices y hacer felices a los demás. Estos
afectos positivos facilitan el funcionamiento de la razón y de la voluntad,
por lo que suelen tener una visión realista de las cosas y personas, y tienen
un buen dominio de sí mismas, que les permite actuar con libertad la mayoría
de las veces. Por este modo de ser están en las mejores condiciones para tener
muchos y buenos amigos, para ayudar a los demás a que sean personas buenas y
equilibradas; y son los mejores líderes de un grupo y un equipo de personas,
pues son estimados y queridos, e inspiran confianza y facilitan la obediencia.
Las personas con afectos negativos intensos, frecuentes y persistentes son
personas tristes, temerosas, vergonzosas, tímidas, acomplejadas, inseguras,
apocadas, frustradas, insatisfechas, enfadadas, pesimistas, envidiosas,
rencorosas, susceptibles, egocéntricas. Los afectos negativos dificultan el
buen funcionamiento de la razón y la voluntad, en una proporción directa con
su intensidad. Estas personas sufren mucho y de modo continuado, tienen un
elevado riesgo de padecer enfermedades físicas y mentales y causan mucho
sufrimiento a las personas que les rodean. Por su modo de ser tienen
frecuentes conflictos con los demás, les cuesta tener amigos y mantener las
amistades.
Por lo tanto, la educación del carácter para lograr una personalidad madura es
una educación de la afectividad, que consiste en un progresivo control de la
voluntad sobre la afectividad para evitar perder la paz y la alegría, que
ocurre cuando el mundo produce sufrimientos, pues, como reacción natural,
provocan afectos negativos que desplazan a los positivos. Las personas maduras
y positivas son más eficaces en su labor profesional, pastoral y
apostólica.
3. Formación de la inteligencia emocional y el control racional: autocontrol, compasión, celo y perseverancia, habilidad de motivarse a sí mismo.
El concepto de inteligencia emocional es muy amplio e incluye varios
significados. La inteligencia es la capacidad para conocer la realidad o
verdad de las cosas, así pues, el concepto de inteligencia emocional tiene un
significado de conocimiento de la vida emocional, de la afectividad. Cuando
pensamos en el porqué de los afectos que sentimos o sienten los demás
encontramos unas razones (…razones del corazón que ni la razón conoce…, dijo Blas Pascal), y esos afectos modifican el funcionamiento mental e
impulsan a realizar ciertas conductas y a sentir cambios en nuestro cuerpo.
Así pues, el conocimiento habitual del nombre e intensidad de los afectos, de
sus causas y de sus consecuencias es tener inteligencia emocional.
Por otra parte, este concepto también incluye el significado de actuar en
armonía entre cabeza y corazón, pues supone una complicidad en la inteligencia
o razón y la afectividad. De esta manera la conducta es de toda la persona,
que actúa siguiendo a la inteligencia y a la afectividad a la vez. Hay dos
polos opuestos en los que se sitúan las personas, en uno están las personas
muy racionalistas y frías emocionalmente y en el otro están las personas que
actúan a impulsos de sus emociones y sentimientos sin tener en cuenta el
juicio de bondad o maldad que hace la razón sobre dicha actuación. Las
personas con inteligencia emocional son las que están en una situación
intermedia, pues actúan por un acuerdo entre la inteligencia y las emociones.
Respecto al primer significado de inteligencia emocional, que es el de conocer
mediante la afectividad, requiere entender a fondo el funcionamiento de la
afectividad propia y de los demás, que no ha de ser un fin en sí mismo, como
no lo es el de cualquier otro conocimiento. Conocemos y entendemos para poder
comportarnos bien y ser buenos, y así poder querer a los demás, ser querido
por ellos y ser felices.
Para utilizar bien algo, antes hay que conocer bien como funciona; después, se
debe practicar muchas veces el uso teóricamente correcto, hasta desarrollar
una buena habilidad; y, por último, se debe utilizar con un buen fin. El buen
uso de la afectividad supone entender su funcionamiento y practicar a diario
el control de las reacciones afectivas y de las conductas que éstas impulsan,
con la finalidad de tener siempre un buen comportamiento con uno mismo y con
los demás. Quien ejerce ese control sobre la afectividad es la voluntad, que
está dirigida por la razón, que es quien juzga la adecuación del afecto con el
evento que lo provoca y qué acción interna y externa es adecuada para lograr
la finalidad del sujeto, que es ser feliz.
Conviene tener presente que el control de la propia afectividad (autocontrol)
no se puede lograr de modo completo, ni en poco tiempo, ni definitivamente, ni
se logra sin cometer errores. Es una tarea de toda la vida, en la que se dan
avances y retrocesos parciales en función de la intensidad de la lucha. Esta
es más costosa al principio (infancia y adolescencia) porque se carece de
motivación y de hábito de lucha, pero lleva a un progreso continuo que deja
una huella más profunda cuanto más pronto se inicia.
Si un sujeto no lucha por controlar su afectividad, ésta queda a merced del
mundo exterior, de los sucesos que le acontecen y, a través de esa afectividad
“cautiva”, controlarán al sujeto y le forzarán a desarrollar una personalidad
dependiente, que conlleva una reducción de la libertad interior con la
correspondiente insatisfacción e infelicidad.
El control voluntario de la afectividad no significa represión de los afectos
ni de su expresión externa. En la represión los afectos permanecen encerrados
y van invadiendo internamente al sujeto sin que se dé cuenta (a nivel
inconsciente). Además, es incapaz de juzgar sobre la adecuación de los afectos
y no logra poder controlarlos; y, con el paso del tiempo, al no haber digerido
las vivencias emocionales negativas, puede sufrir un desequilibrio emocional,
que se manifiesta en forma de trastornos por somatización, por conversión o
disociativos.
El autocontrol afectivo permite evitar los afectos negativos intensos, los
afectos negativos reactivos a sucesos neutros o positivos (afectos
inapropiados), y las conductas negativas impulsadas por ellos como la huida
por miedo, la mentira, la violencia. En un sentido positivo, el autocontrol
permite desarrollar el hábito de pensar y de actuar de modo positivo para
sentir afectos positivos, que neutralicen cuanto antes los negativos no
deseados.
Lo anterior se suele condensar en la expresión "aprender a tener una actitud
positiva ante la vida". La actitud es un fenómeno psicológico compuesto por
tres elementos interrelacionados: una idea, un afecto y un comportamiento del
mismo signo (positivo o negativo) ante algo real. La actitud positiva ante la
vida supone tener afectos y conductas positivas sobre la propia vida, que
producen felicidad y hacen pensar que vivir vale la pena. Con esta habilidad
la persona actúa según los dictados de la razón y con libertad, pero además
con gusto afectivo, que se expresa con el término tener celo o afán. Además,
debido a la unidad interna entre cabeza y corazón, es decir, razón, voluntad y
afectividad, que tienen las personas positivas, vencen con facilidad los
desánimos afectivos y es más fácil la perseverancia cuando las dificultades y
los sufrimientos aparecen en la labor y en el trabajo por conseguir cosas
buenas.
Dado que los tres elementos de la actitud están interrelacionados, se puede
fomentar la actitud positiva de tres maneras: 1)
percibiendo estímulos que produzcan afectos positivos (todo aquello
que es bueno, bonito y auténtico), que lleva a pensar en positivo (a pensar
bien) y a comportarse bien; 2) se puede actuar bien para sentirse
bien y después pensar bien; 3) se puede pensar bien, también cuando
se siente uno mal, para generar afectos positivos que neutralicen los
negativos y lleven a actuar bien, lo cual, a su vez, producirá más afectos
positivos (tranquilidad y alegría). Esta manera de funcionamiento mental es lo
que en el lenguaje común se denomina motivarse a uno mismo para lograr un
objetivo positivo.
II. Afectividad: Reconocer emociones y gestionarlas
El resentimiento y rabia (qué son, causas y modos de afrontarlo). La empatía y
compasión, el trabajo en equipo (características de un equipo eficaz). La
gestión y resolución de conflictos (promoción de la paz y la serenidad).
1. El resentimiento y la rabia (ira) (qué son, causas y modo de afrontarlo).
a) El sentimiento de rencor y resentimiento
El rencor y el resentimiento son sinónimos. Se trata de un sentimiento de
hostilidad hacia una persona a la que se responsabiliza de una ofensa,
perjuicio o daño recibido, que pueden ser reales o imaginarios. Es un
sentimiento negativo porque es desagradable y se asocia con otros sentimientos
negativos como el odio, la ira y la tristeza; e impulsa a la venganza mediante
conductas que devuelvan al causante el daño físico o el sufrimiento
psicológico recibido.
El rencor es un sentimiento que recuerda de modo continuado que un ser,
generalmente una persona (puede ser también un animal), nos ha causado un
daño, e impulsa a alejarse física y afectivamente de ese ser y a desear que, a
su vez, sufra un daño similar o mayor infligido bien por otras personas, bien
por uno mismo (deseo de venganza).
La intensidad del rencor depende de la intensidad y duración del daño
recibido. El mayor daño lo producen las personas a las que más queremos y de
las que esperamos bien y no daño. En este aspecto, se parece al sentimiento de
odio. De hecho, el rencor y el odio suelen darse juntos con frecuencia. En el
odio el deseo de venganza es mucho más intenso que en el rencor.
El rencor es una barrera psicológica (afectiva) que impide sentir afectos
positivos por una persona y mantener el trato con ella, por el temor a que
vuelva a causarnos daño. Saber que la persona por la que se siente rencor está
sufriendo, o presenciarlo, produce alegría, pero no borra el rencor. Solo el
perdón, el paso del tiempo y el sentimiento de agradecimiento por la ayuda
recibida con anterioridad de la persona a la que se guardaba rencor, pueden
borrar o disminuir sustancialmente el sentimiento de rencor.
Las personas con una gran capacidad de amar tienen más facilidad para perdonar
las ofensas y menos tendencia al rencor y al odio. Esto se debe a que el amor
es incompatible con los afectos negativos (el sentimiento de rencor entre
ellos) y, por ello, evita que éstos surjan o arraiguen en su afectividad.
Las personas muy sensibles afectivamente sienten con mayor profundidad el daño
que se les hace y sus afectos son más duraderos; por ello tienden a ser
rencorosas y sus rencores perduran indefinidamente.
Como el rencor hace sufrir al que lo siente y al que lo causa, por las
conductas de rechazo y de venganza que genera, conviene evitarlo y para ello
se debe aprender a perdonar, olvidar las afrentas y a amar con intensidad.
Este aprendizaje requiere repetición de actos y es más fácil y eficaz cuando
se hace durante los primeros años de la vida.
b) La ira, la cólera y la rabia
La ira es una emoción básica, que cuando es muy intensa cambia de nombre y se
llama cólera o furia. El término rabia procede de la enfermedad producida por
el virus de la rabia, que afecta principalmente a los perros y a los seres
humanos mordidos por un perro rabiosos. Este virus afecta gravemente a las
neuronas del cerebro y suele inducir a la violencia física. Por analogía, se
dice que las personas con ira muy intensa tienen rabia.
La ira es una emoción natural o básica cuya finalidad es proporcionar una
fuente de energía suplementaria a la de la voluntad para superar los
obstáculos en la consecución de un bien físico, psicológico y espiritual para
uno mismo y para los demás, en especial de las personas queridas. También
tiene un aspecto informativo, pues comunica a la razón que hay una necesidad
física o psicológica insatisfecha, que produce sufrimiento y sentimiento de
frustración, e indica que esa insatisfacción se debe a la presencia de un
obstáculo o dificultad para obtener el bien buscado. Al hacerse consciente de
ese obstáculo, la persona siente frustración, que genera ira e impulsa a
realizar conductas dirigidas a obtener el bien que satisface la necesidad
(violencia directa), o al menos que neutralicen la frustración que acompaña a
la insatisfacción (violencia desplazada o indirecta). La violencia indirecta
es una acción interna o externa que causa daño a uno mismo, a los demás o a
las cosas materiales, y que alivia o suprime pasajeramente el sufrimiento que
origina la frustración y la ira; pero no sirve para superar el obstáculo que
impide obtener el bien que satisface la necesidad.
La ira es una emoción de matiz negativo porque surge cuando se sufre, ella
misma hace sufrir, e impulsa a la violencia que suele hacer sufrir. Además, es
precedida y acompañada de un sentimiento de frustración, que también es un
afecto negativo que se produce cuando se sufre por algún mal (físico o
psíquico) no deseado o por la carencia de un bien (físico o psíquico) deseado.
Hay una relación directa y proporcional entre la intensidad de la frustración,
de la ira y de la conducta violenta desencadenada.
En la vida diaria de cada persona hay multitud de causas de sufrimiento que
generan frustración. La intensidad de esta última depende de las
características de la situación que hace sufrir, pero, sobre todo, de la
personalidad del afectado, en concreto de dos características: la tolerancia a
la frustración (capacidad de tolerar el sufrimiento sin enfadarse) y de la
resiliencia (capacidad de sobreponerse y recuperar la normalidad psíquica en
los periodos de sufrimiento). Estas dos características están más o menos
desarrolladas en cada persona según hayan sido sus reacciones emocionales a
los sufrimientos previos, que, a su vez, dependen de los mensajes y ejemplos
que le han dado los educadores y de su sensibilidad emocional natural que está
determinada genéticamente.
La ira, como el miedo, tiene relación con la conciencia de sufrimiento
personal. El miedo surge cuando la situación que hace sufrir no está todavía
presente, mientras que la ira lo hace cuando ya está presente y causando
sufrimiento. Como el miedo ya hace sufrir, pues produce frustración por la
necesidad de seguridad insatisfecha, es frecuente que las personas con miedo
suelan sentir también ira, con una intensidad proporcional a la del miedo. Se
cumple así la regla ya comentada de que los afectos, tanto negativos como
positivos, suelen asociarse entre sí.
Al igual que en el caso del miedo, también hay una ira normal y otra
patológica. La barrera entre ambas tiene relación con la frecuencia y la
intensidad de la ira, y también con la intensidad y dirección de la conducta
violenta generada. La ira patológica suele ser casi siempre por exceso y no
por defecto. Las personas con ira patológica se enfadan con una frecuencia
excesiva (o están siempre enfadadas), o se enfadan con una intensidad excesiva
que se manifiesta en una violencia desproporcionada a la causa que la produce
(explosiones de violencia). La ira de máxima intensidad se denomina furia o
rabia, y suele acompañar al sentimiento de odio.
Cuando la ira es muy intensa su fuerza impulsora de la conducta violenta
sobrepasa la capacidad de control de la voluntad y lleva a explosiones de
violencia irracional, muy peligrosas para las personas del entorno, y a veces
también para los airados. Este tipo de ira extrema puede deberse a alguna
alteración cerebral crónica o pasajera, como, por ejemplo, la irritabilidad
neuronal congénita o adquirida, alguna forma de epilepsia del lóbulo temporal,
la personalidad explosiva intermitente, el trastorno orgánico de la
personalidad, el consumo de alcohol y de drogas estimulantes y el síndrome de
abstinencia de sustancias. Pero la causa más frecuente es una personalidad con
escasa tolerancia a la frustración, que ha adquirido el hábito de rumiar
ideas, de tal manera que cuando sufre una frustración alimenta el fuego de la
ira con justificaciones racionales, que acaba por producir un incendio de ira
incontrolable.
La ira puede ser patológica también por la dirección anormal de la conducta
violenta. La dirección normal de la violencia es la dirigida a superar el
obstáculo que provoca la frustración. Hay personas que dirigen la violencia
hacía personas u objetos inocentes, los llamados "chivos expiatorios", que, al
no poder responder con violencia, ahorran el miedo a las represalias, que
suele frenar la conducta violenta o cambiar la dirección de la misma. Haciendo
sufrir a otro ser se consigue una disminución de la frustración y de la ira
originadas por el propio sufrimiento, pues sufrir acompañado evita el
sentimiento de soledad que es otro sentimiento negativo. Por esta última
razón, ver a otras personas sufrir la misma pena también alivia. A este
fenómeno se le denomina "catarsis", que puede traducirse como "purificación de
las pasiones", en este caso de la ira; y que puede darse también en otras
emociones negativas intensas.
La violencia puede dirigirse también hacia uno mismo en forma de daño físico,
pues el dolor que se siente sirve para distraerse del sentimiento de
frustración; y también en forma de daño psicológico mediante el autodesprecio
y los autoreproches, que actúan como castigo reparador de la culpa del suceso
que causó la frustración, pues algunas personas suelen proyectar la culpa de
su frustración en sí mismos, no en el entorno.
Con frecuencia, la violencia generada por la ira suele producir daño a los
seres y personas del entorno próximo, que suelen ser seres queridos. Una vez
que disminuye la ira y el sujeto toma conciencia del daño que ha causado se
siente culpable, que es también un sentimiento negativo porque se asocia al
miedo al castigo y a perder el cariño de los seres queridos dañados, lo cual
no solo produce más sufrimiento y frustración, sino que puede generar, en una
persona normal, nueva ira y nueva violencia hacia sí mismo; pero, en las
personas que proyectan siempre la culpa hacia el entorno, puede, en cambio,
dirigirse de nuevo hacia los demás. Se produce así un círculo vicioso del que
es difícil escapar.
Una educación que fomente el sentimiento de culpa por las acciones
objetivamente dañinas, como la violencia, es útil para frenar esas conductas,
pues ese sentimiento actúa como castigo psicológico. Lo contrario ocurre en
los psicópatas que carecen de sentimiento de culpa y que, por ello, suelen ser
muy violentos, lo cual confirma, por contraposición, la relación entre
sentimiento de culpa y violencia.
2. La empatía y compasión, el trabajo en equipo (características de un equipo eficaz).
Para satisfacer sus necesidades materiales y psicológicas, el ser humano
necesita a los demás desde su nacimiento hasta su muerte. Por eso vive en
sociedad y, para que la convivencia con los demás sea positiva, es necesario
aprender la sociabilidad, que es una característica muy importante de la
personalidad, y consiste en saber relacionarse con los demás de manera que la
convivencia sea lo más agradable, o lo menos desagradable, posible.
La sociabilidad se apoya en un conocimiento y dominio del modo de ser propio y
del conocimiento de la manera de ser de los demás. Y, en la manera de ser de
la persona, un elemento fundamental es la afectividad y su relación con la
razón y la voluntad. Por eso, para desarrollar la sociabilidad es muy
importante entender el funcionamiento de la afectividad propia y ajena.
Para poder entender a los demás primero se debe entender a uno mismo. Después,
entendiendo a los demás estará en condiciones de poder relacionarse bien con
ellos, lo que se puede concretar en minimizar los conflictos y maximizar la
complicidad o cooperación. Logrará así que la convivencia sea agradable y sea
más fácil unir fuerzas para alcanzar los objetivos valiosos que producen
felicidad.
El ser humano aprende desde muy pequeño a reconocer la expresión corporal de
las emociones, en especial a través de la mímica facial, para intuir cómo se
sienten los demás. La interpretación gestual de las vivencias afectivas es más
fácil cuando se refiere a las emociones básicas primarias (miedo, ira,
tristeza, alegría) sobre todo cuando son intensas, y es más difícil en el caso
de los sentimientos. Pero tener conocimiento del afecto que uno siente, o del
que siente otra persona, no significa entenderlo, pues entender implica saber
la causa y las consecuencias de dicho afecto. La capacidad de entender la
afectividad de los demás se llama empatía, que se define como la capacidad de
ponerse afectivamente en el lugar de los demás, sentir lo que ellos sienten, y
saber la causa y las consecuencias de sus sentimientos.
La empatía es una habilidad afectivo-intelectual desarrollada con la práctica,
que supone la concurrencia automática de varios fenómenos psicológicos: el
interés o curiosidad por la manera de ser y estar de los demás, el
conocimiento del lenguaje corporal de los diferentes afectos y de su
intensidad, el conocimiento de las reglas generales del funcionamiento de la
afectividad, la capacidad para dejarse contagiar del afecto que están
sintiendo los demás (sintonía afectiva), la deducción lógica de la causa de
dicho afecto a partir de la manera de ser de la persona y de sus
circunstancias, y, finalmente, el conocimiento de las consecuencias que el
afecto está produciendo en su vivencia interior y en su comportamiento
exterior.
La empatía se apoya en el entendimiento de la propia afectividad, en saber
ponerse uno en su propio punto de mira, para captar así sus afectos e indagar
sobre sus causas y consecuencias. Tiene relación con la "inteligencia
emocional", de modo que, para algunas personas, son conceptos sinónimos; para
otras, sin embargo, la inteligencia emocional es un concepto más amplio pues
no solo significa entender la situación emocional de los demás, que es
empatizar con ellos, sino que supone además saber cómo comportarse con los
demás de una manera adecuada teniendo en cuenta su estado afectivo, para
favorecer una mayor positividad respecto de sí mismo y de sus propios
objetivos. Así pues, esta última concepción de la inteligencia emocional
implica la capacidad de generar en los demás los afectos necesarios para
impulsar las conductas deseadas, función que en el lenguaje común suele
denominarse "motivar", y que es un importante objetivo conductual práctico.
A las personas muy centradas en sí mismas, llamadas egocéntricas, les resulta
muy difícil empatizar con los demás, pues no es lo mismo ver a los demás desde
fuera que desde dentro. Para empatizar hay que meterse imaginariamente dentro
del otro y para ello es preciso salir de uno mismo. Las personas egocéntricas
son personas con tendencia a padecer sentimientos negativos que reclaman toda
su atención, a fin de hacer algo por evitarlos o prevenirlos. Esa tendencia
termina por producir una actitud defensiva habitual que las distancia de los
demás, a quienes culpan de ser los causantes del daño que produce sus afectos
negativos.
Por el contrario, las personas con un estado afectivo habitualmente positivo,
que es un estado de paz (sin miedo ni ira) y alegría, pueden olvidarse de sí
mismas y ponerse en el lugar de los demás. Este estado positivo deriva de la
felicidad que produce amar y ser correspondido; por eso, se suele decir que la
persona que ama es la que mejor llega a conocer al ser amado. Un ejemplo de
este tipo de persona es la madre, y en el lenguaje popular existe una
expresión que refleja este conocimiento profundo que una madre tiene de sus
hijos: "te conozco como si te hubiese parido", que significa conocerte como si
fuese tu madre.
Así pues, la empatía requiere, además del conocimiento de cómo funciona la
propia afectividad, poder controlarla para que sea positiva, para poder salir
de uno mismo y meterse imaginariamente en el interior de los demás, de modo
que uno pueda sentir lo que ellos sienten, entender porqué lo sienten, y
deducir cómo les influye en su vida interior y exterior. Con la empatía, las
personas pueden compadecerse (padecer con) de los demás cuando estos tienen
sentimientos negativos producidos por el sufrimiento, y de esta manera el
sufrimiento se comparte y pesa menos, y se evita el sentimiento de soledad
afectiva que aumenta el sufrimiento que se padece.
Las personas temerosas, inseguras, desconfiadas cuando están con los demás
tienen una actitud defensiva, que les hace estar pendientes de quedar bien, de
ser aceptados y queridos, y de evitar sufrir humillaciones, burlas o críticas,
por lo que no son capaces de olvidarse de sí mismas y ponerse en el lugar del
otro para poder entender cómo se siente, porqué se siente así y cómo están
influyendo sus afectos en su comportamiento social. Es necesario poner en
segundo plano el Yo para poder entender el Tú. Sin ese buen entendimiento de
los demás es difícil que la convivencia y la comunicación con ellos pueda ser
habitualmente positiva. Por el contrario, serán frecuentes los conflictos que
provocan mucho sufrimiento a ambas partes.
Una persona con buena capacidad para trabajar en grupo o en equipo es una
persona que tiene habitualmente afectos positivos, pues el signo positivo suma
y une. Además, a las personas positivas les resulta más fácil olvidarse de sí
mismas, de los intereses propios, para dar prioridad a los demás y a los
objetivos a lograr por el grupo o equipo. Y así favorecen la complicidad y
disminuyen el conflicto dentro del grupo. Las personas negativas carecen de
capacidad para trabajar en grupo, en proporción directa con la intensidad de
su negativismo, porque están muy centradas en sí misma y en sus intereses, por
lo que son motivo frecuente de desunión y conflicto entre los miembros del
grupo.
3. La gestión y resolución de conflictos (promoción de la paz y la serenidad).
Para minimizar los conflictos y maximizar la complicidad entre las personas de
un grupo o equipo de trabajo, las personas deben tener un buen control de su
afectividad para evitar reaccionar de modo rápido e intenso con emociones
negativas ante los sufrimientos normales que se producen en el trato con los
demás por las diferencias de opinión, diversidad de caracteres, los
malentendidos, las preferencias de unos con otros, el cansancio, etc. Esta
cualidad personal se denomina tolerancia a la frustración y tiene relación con
una buena capacidad de sufrir. De esta manera, las personas tienen tiempo para
reflexionar y decidir con la razón la manera más adecuada de actuar para
salvaguardar el bien común.
Las personas que tiene el hábito de resolver positivamente los conflictos
interiores o personales están más capacitadas para prevenir y resolver los
conflictos exteriores, con las demás personas.
Las personas con buena capacidad de amar a los demás, generosas, altruistas,
caritativas suelen tener muy en cuenta a los demás, y ponen más empeño en
buscar el acuerdo, la complicidad, la cooperación y en evitar los conflictos,
y están más dispuestos a ceder para llegar a un acuerdo cuando se producen
conflictos. Además, estas personas son más capaces de perdonar y olvidar las
ofensas de los demás y evitar la confrontación. A estas personas se les
considera como sembradores de paz y alegría y fomentan la unión y la cohesión
entre las personas del grupo.
III. Afectividad: La dimensión sexual
La dimensión sexual de la persona y su integración: conocer, sujetar y hacer
suyos los dinamismos físicos, fisiológicos, psicológicos y espirituales de la
sexualidad. Del instinto a la tendencia, orientación y deseo, alteraciones de
género. Conductas adecuadas y banderas rojas (red flags) del comportamiento o
límites.
1. La dimensión sexual de la persona y su integración: conocer, sujetar y hacer suyos los dinamismos físicos, fisiológicos, psicológicos y espirituales de la sexualidad.
Ricardo Yepes en su manual de antropología afirma que
“la sexualidad es un modo de ser, pero antes es también un impulso
sensible, un deseo sexual, biológico, orgánico. Si no se acoge ese impulso
en el ámbito de la conciencia y de la voluntad, se generan conflictos y
disarmonías. La integración del impulso sexual con los sentimientos, la
razón y la voluntad que da lugar a la armonía del alma es una tarea costosa
y larga, y tiene como objetivo la donación recíproca del varón y la
mujer”.
a) Cuerpo sexuado
El cuerpo humano desde el nacimiento se manifiesta con forma de varón o
hembra, pero esa forma se desarrolla y llega a su plenitud durante la
adolescencia. La continua vivencia dentro del propio cuerpo desde la niñez
desarrolla en cada persona una conciencia muy profunda del mismo, que influye
intensamente en la propia identidad: somos hombres o mujeres; niños,
adolescentes, adultos, mayores y viejos, y, nos sentimos tales, según la
apariencia de nuestro cuerpo.
Según sea la conciencia que tenemos de nuestro cuerpo, nos sentiremos bien o
mal viviendo en él. Por esta razón, cuidamos el cuerpo para sentirnos bien
dentro de él y para que los demás nos aprecien y nos quieran, que también hace
sentirnos bien. Con esa finalidad, durante años, lo alimentamos, aseamos,
vestimos, adornamos, abrigamos y realizamos múltiples acciones de cuidado,
cuando está sano y cuando está enfermo.
El estado de ánimo está muy relacionado con el estado fisiológico del cuerpo,
basta con ver cómo nos sentimos de mal cuando tenemos un poco de fiebre o un
pequeño dolor de cabeza, o un poco de sueño, o de hambre. Por el contrario,
qué contentos nos sentimos cuando comemos bien, hemos dormido bien y después
de una ducha que sigue al ejercicio físico adecuado a la edad y a la condición
física.
La relación entre el cuerpo y la afectividad es bidireccional: si el cuerpo
nos gusta, nos sentimos bien, y, cuando nos sentimos bien, el cuerpo nos
gusta. Así pues, cuanto más a gusto nos sentimos dentro del cuerpo, más nos
gusta, más lo queremos, y algunas personas pueden perder el equilibrio y
llegar a “enamorarse” de él o, dicho de otra forma, a obsesionarse con lograr
y mantener su perfección.
Todo ser humano tiene capacidad de percibir y disfrutar de la belleza física,
propia y ajena. Por esta razón, las personas que se ven guapas, elegantes, en
buena forma, se sienten bien consigo mismas y disfrutan, además, con la
aceptación y admiración que reciben de los demás. Este bienestar, les impulsa
a seguir cuidando la buena apariencia y el buen estado corporal. Este cuidado,
si se mantiene dentro de unos límites, es normal y refleja una adecuada
autoestima y cariño personal, que engloba también al propio cuerpo.
La búsqueda de la perfección corporal, para sentirse bien, ha producido y está
produciendo, de modo especial en nuestra época, un gran florecimiento del
ejercicio físico, del adorno corporal, de la preocupación por la alimentación
sana y por la prevención de los hábitos nocivos.
Una consecuencia negativa de lo anterior, por exceso, es que las estrategias
para modificar la apariencia física están alcanzando una sofisticación sin
igual en la historia de la humanidad, pues se ha llegado a una generalización
de la cirugía estética para tener una apariencia según el capricho, a la
inserción de objetos de modo subcutáneo y percutáneo, a las mutilaciones
estéticas, y hasta el cambio de sexo.
En paralelo a esta difusión de la modificación de la apariencia, cada vez es
más frecuente ver como se está utilizando al cuerpo, por su capacidad de
sentir placer, para realizar conductas de riesgo para la salud y para la vida,
porque producen intensas sensaciones agradables: abuso de alcohol y drogas,
experimentos y orgías sexuales, comida compulsiva y deportes de alto riesgo.
Tratar el propio cuerpo de esta manera, es un abuso, que tiene su apoyo en un
erróneo sentido de propiedad del mismo, que da pie a la cada vez más frecuente
expresión: “con mi cuerpo hago lo que quiero”. Aunque esta afirmación carezca
de base real, porque no hemos hecho nada, ni hemos pagado nada, para tener el
cuerpo que tenemos; es algo recibido gratuitamente y prestado durante unos
años, para cumplir la tarea para la que hemos nacido: hacer el bien a nosotros
mismos (ser buenos), a los demás y al mundo, para que los que vengan después
disfruten de él.
Cuando la atención, la preocupación y el cuidado del cuerpo se sale de los
límites normales por exceso, que es un proceso que se va produciendo
lentamente desde la infancia, en relación con la influencia de los adultos y
por experiencias gratificantes basadas en la apariencia física, el cuerpo
llega a ser la única fuente de satisfacción física y afectiva. Debido a ello,
en estas personas, el cuerpo pasa a ser el centro de atención de la mayor
parte de su tiempo, descuidando el enriquecimiento y desarrollo armónico de la
persona interior, es decir, de su personalidad, que es la variable más
relacionada con la felicidad, objetivo principal de toda persona.
Las gratificaciones afectivas que acompañan a las sensaciones físicas
placenteras, a las sensaciones novedosas de las modificaciones corporales, a
la admiración de los demás y el éxito social logrado con la apariencia física
y con los triunfos deportivos, son pasajeras y tienen un alto riesgo de
adicción, que producirá una intensa frustración. Además, esta dependencia del
cuerpo para sentirse bien se acompaña de un creciente temor a “perderlo” por
el deterioro que produce el envejecimiento, por las secuelas de las
enfermedades sufridas y por las cicatrices y marcas de los pequeños o grandes
accidentes.
Las personas dependientes de las sensaciones corporales van desarrollando una
personalidad frágil, vulnerable, desequilibrada, inestable y con elevado
riesgo de sufrir enfermedades psiquiátricas. Los casos más llamativos son bien
conocidos y fáciles de detectar, aunque muy difíciles de curar, como son los
trastornos narcisista e histriónico de la personalidad.
El desequilibrio de la personalidad de estos sujetos se debe al predominio de
la motivación sensorial y afectiva sobre la motivación racional y volitiva en
el funcionamiento psicológico (percepción, memoria, imaginación) y en la
conducta. Este desequilibrio tiene tres consecuencias negativas para las
personas:
- Carencia de proyectos y metas importantes de futuro: como las sensaciones y emociones agradables se buscan para el momento presente y, se buscan sobre todo las que cuestan poco esfuerzo, pues éste produce sensaciones desagradables, estas personas viven dominadas por el momento presente, sin considerar las consecuencias futuras y sin plantearse metas a largo plazo, y, mucho menos, si son costosas o difíciles.
- Fomenta el egoísmo y el egocentrismo: como las sensaciones y emociones las siente el propio sujeto, su continua búsqueda hace que sean personas centradas en sí mismo, en su propio cuerpo, haciéndose egocéntricos y egoístas, y les lleva a percibir a los demás como instrumentos para satisfacer la necesidad de placer, en vez de personas dignas de ser queridas con un verdadero amor, que es altruista, que produce felicidad, como ya dice el refrán: “da más alegría dar, que recibir”.
- Dependencia emocional y falta de libertad interior: la continua necesidad psicológica de las sensaciones corporales agradable -del bienestar físico-, se acompaña de un progresivo rechazo del malestar físico, del dolor, del sufrimiento, que produce miedo e impulsa a la huida ante lo desagradable, que impedirá desarrollar una adecuada tolerancia a la frustración, que es un sentimiento negativo que acompaña al sufrimiento. La tolerancia a la frustración permite ser capaz de enfrentarse a las situaciones desagradables con buen ánimo, para poder superar el miedo y lograr la libertad de hacer muchas cosas buenas que hacen sufrir, como es amar de modo intenso, que siempre requiere sacrificios, pero que produce una gran felicidad, en el que ama y en el ser amado.
Es preocupante ver cómo va creciendo el número de gente joven que está
obsesionada con tener un cuerpo ideal y, para lograrlo, abusa de ejercicio
físico y/o gasta enormes cantidades de dinero en ropa de temporada, en adornos
corporales y tatuajes, en depilación láser, solárium, gimnasios, peluquería,
maquillaje, en un intento de parecer “sexy”, para conquistar y mantener a sus
admiradores, y para enamorar a sus parejas con la apariencia física. Esas
personas padecen un elevado nivel de sufrimiento por sentir la envidia de
otros cuerpos mejores y más bellos, y por sentir celos cada vez que sus
admiradores o parejas alaban o admiran a otras personas.
Además, esas personas, valoran de los demás principalmente la apariencia
física, se enamoran de ella y tratan de poseerla, para disfrutarla
sensiblemente durante un breve tiempo y, luego, abandonarla, cuando dejan de
sentir atracción o cuando sienten una nueva atracción por otros cuerpos
bellos, y acaban siendo consumidores compulsivos de una “cultura del usar y
tirar”, que les producirá una honda insatisfacción y vacío existencial.
Se requiere un adecuado autocontrol para evitar la fascinación y la obsesión
por la apariencia física personal y de los demás, que tiene su origen en los
afectos agradables que acompañan a la percepción de la belleza; para permitir
que la razón pueda ver la belleza interior, que es la bondad, y, así, surja el
amor de la voluntad por ella, que es más estable y duradero que la atracción
por belleza física, y que produce la mayor felicidad que puede tener una
persona en esta vida.
Para facilitar el logro de este objetivo, vendría bien un acuerdo de todos los
estamentos educativos y culturales para que valorasen y premiasen más la
bondad que la belleza, y así los niños y jóvenes fuesen aprendiendo esa
adecuada jerarquía de valores desde una temprana edad. De esta manera, se
evitarían muchas de las consecuencias negativas expuestas y el sufrimiento de
muchas personas, especialmente de muchas chicas, que desarrollan baja
autoestima e inseguridad por no tener un cuerpo ideal.
En una persona equilibrada (madura), el cuidado del cuerpo ha de ser una
consecuencia del sentido responsabilidad que impulsa a cuidar lo que no es
propio y se tiene prestado, y a cuidar los instrumentos necesarios para hacer
bien nuestro trabajo, que nos hará sentirnos satisfechos, útiles, orgullosos.
Este planteamiento supone el ejercicio de la razón, que nos hace conscientes
de ese objetivo vital y juzga, en cada instante, si estamos en el camino
adecuado o nos hemos desviado, para poder rectificar.
El trato adecuado del propio cuerpo de modo habitual, que refleja el respeto
de su dignidad por pertenecer a un ser humano, es una tarea costosa y hace
sentirse mal a corto plazo, por lo que se precisa una fuerte voluntad, que
controle y supere la oposición que, muchas veces, sobre todo durante la
infancia y juventud, le plantea la afectividad, que busca sentirse bien o no
sentirse mal en el momento presente.
El cuidado el cuerpo ha de ser consecuencia del cariño por él, que es un
aspecto del cariño por uno mismo, y así será más fácil mantener un equilibrio
entre las conductas de cuidado y satisfacción de sus necesidades, y las de
exigencia física y sobriedad para lograr un cuerpo sano y óptimo; para lograr
sentirse bien dentro de él y para que los demás también se sientan bien al
contemplarlo y, como reacción a esa admiración de los demás, aumente la propia
satisfacción. Es normal que, cuando amamos algo, tendamos a cuidarlo y
mimarlo, pero hemos de escuchar a la razón para conocer hasta qué punto ese
cuidado es normal o anormal, y así, evitar los errores, que producirán
sufrimiento e infelicidad, a medio y largo plazo.
En el caso de las personas que buscan principalmente sentirse bien, por encima
de hacer el bien, la razón suele acabar por ponerse al servicio de la
afectividad y, manipulada por ella, puede auto-engañarse y pensar que la
finalidad del cuerpo es producir sensaciones placenteras de continuo, aunque
para ello se hagan cosas malas, que tiene como consecuencia el daño para el
cuerpo y la mente. A estas personas se les debe recordar el consejo que dice:
“cuida a tu cuerpo y él te cuidará a ti” y “nadie se arrepiente de hacer el
bien, pero quien hace el mal, tarde o temprano, se arrepiente”. El que usa su
cuerpo bien, con la finalidad que la naturaleza biológica, psicológica y
espiritual del hombre le ha asignado, no tendrá que pagar las consecuencias,
ni tendrá de que arrepentirse y vivirá con la conciencia tranquila, que es una
estupenda manera de vivir la vida.
b) Mente sexuada
Una vez visto que el cuerpo humano es sexuado por su anatomía y fisiología, y
que la apariencia física determina la conciencia de uno mismo y la identidad
como hombre y mujer, ahora conviene decir algo respecto al el aspecto mental o
psicológico de la sexualidad. La carga genética que determina la anatomía y
fisiología sexual determina también las características cerebrales propias de
cada sexo que dan lugar a las características psicológicas del genero.
Es propio de funcionamiento biológico la interacción continua entre los
diferentes sistemas orgánicos, que, en el caso de la mente sexuada, consiste
en una relación entre áreas cerebrales relacionadas con la afectividad –el
sistema límbico-, con las áreas cerebrales relacionadas con las tendencias
naturales –entre ellas el impulso sexual-, y con la anatomía y fisiología de
todo el cuerpo –órganos y glándulas sexuales-. Esa interacción se lleva a cabo
a través de las hormonas sexuales, propias de cada sexo, y del sistema
vegetativo, que se encargan del funcionamiento de los órganos sexuales.
El ser humano es el ser más complejo de la creación, constituido por la unión
del cuerpo y alma, o cuerpo y mente, que supone una profunda interacción de
elementos biológicos, psicológicos y espirituales. Esta interacción varía de
unas personas a otras, y da lugar a formas y funcionamientos corporales y
mentales distintos.
Estas diferencias son marcadas entre las personas de un sexo y otro, lo que
hace pensar que el sexo es un factor diferenciador muy importante de la manera
de ser. Así lo afirman Enrique Colom y Pablo Requena:
Ser varón o ser mujer no es algo periférico: afecta a toda la vida
personal. La persona no tiene sexo, es un ser sexuado. El sexo no se posee,
sino que forma parte esencial del ser humano.
En el sexo radican las notas características que constituyen a la persona
como hombre y mujer en el plan biológico, psicológico y espiritual. Teniendo
un papel importante en el desarrollo de su personalidad y en su adaptación
social. Esta idea es recogida por San Juan Pablo II en la encíclica Familiaris
consortio 16,32:
La Iglesia considera la sexualidad humana como un gran valor donado por el
Creador, ya que la sexualidad afecta al núcleo íntimo de la persona humana
en cuanto tal.
El antropólogo Ricardo Yepes también afirma la importancia de la sexualidad en
la configuración de la personalidad:
La persona humana es hombre o mujer, y lleva inscrita esa condición en todo
su ser. Se diferencian por los órganos sexuales, el aparato reproductor, la
morfología anatómica y los rasgos psicológicos afectivos y cognitivos. La
sexualidad afecta a todos los estratos y dimensiones que constituyen la
persona humana. Modula la psicología y la vida intelectual. No afecta solo
al cuerpo sino también al espíritu, puesto que ambos forman la unidad de la
persona.
Si la psicología del hombre y la mujer son diferentes, surge el interrogante
sobre su finalidad, y, una vez conocida, tratar de favorecer las conductas que
respeten esa finalidad, para contribuir a la felicidad de los individuos
concretos. Las diferencias psicológicas del hombre y la mujer tienen al menos
tres finalidades fáciles de entender:
- Una razón de la diferencia y complementariedad entre los sexos es que, para que surja el amor mutuo, el hombre y la mujer deben de tener algo que atraiga a la otra parte. Lo que atrae, es lo que se admira y, lo que se admira, es algo considerado valioso, porque es útil para ser feliz, y aún no se posee. Mediante el amor mutuo se posee a la otra persona y sus cualidades admiradas. En este sentido, Ricardo Yepes afirma que la diferencia sexual es complementaria y reciproca: existe una referencia del uno al otro. Hay una atracción natural, que tiende a unirlos, pues encajan de modo natural. Esto ha dado lugar en el lenguaje coloquial a la expresión: “buscar mi media naranja”, para estar completo.
-
La segunda finalidad es la ayuda mutua entre el hombre y la mujer para
lograr un desarrollo psicológico pleno, con vistas a lograr el objetivo de
la vida humana, que es la felicidad y que depende del amor. Para esa ayuda
mutua, ambas partes deben tener algunas características complementarias, es
decir, cada parte debe posee unas características positivas que la otra
parte no posee, y que les permiten prestar una ayuda para el beneficio
mutuo. Es una conclusión que se puede deducir de la frase de la Biblia en la
que el Creador da la razón por la que crea a la mujer: Entonces dijo el
Señor Dios:
no es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada
para él. La palabra del original empleada en lugar “ayuda” es “ezer” que significa
el auxilio que una persona presta a otra, pero no comporta situación de
inferioridad ni de superioridad entre las partes. Se deduce también que el
Creador piensa que sólo alguien de su misma naturaleza (de su costilla,
cercana a su corazón) y con unas características complementarias es una
ayuda adecuada para Adán.
Algo semejante afirma Jutta Burggraf: Una persona necesita toda una vida para madurar. Requiere la ayuda de los demás y, si está casada, especialmente la de su cónyuge. El hombre necesita el apoyo de su mujer, y la mujer el de su marido para desarrollar todas sus capacidades. Impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchísimas personas que saben animar a su cónyuge a ser mejor, a través de una admiración discreta y silenciosa. Le comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de él, que, con paciencia y constancia, animan y ayudan a desarrollar.
- La tercera finalidad de las diferencias psicológicas entre el hombre y la mujer es la crianza y educación de los hijos. Así lo afirma Ricardo Yepes: El varón y la mujer tienen diferencias en el modo de ser, de pensar, de comportarse, de ver las cosas, de estar en el mundo, cuya razón es la distribución de los papeles a desempeñar en la crianza de la prole. La madre gesta, cuida y alimenta. El padre recolecta, trae el alimento y protege la familia.
Son evidentes las diferencias anatómicas y fisiológicas debidas a la necesidad
de la generación humana, que también se da en otros animales pertenecientes a
la especie de los mamíferos, que se reproducen de modo sexual; a diferencia de
otros animales sin esa complementariedad biológica, que se reproducen con la
llamada reproducción asexual.
También son evidentes, pero menos visibles, las diferencias psicológicas. Es
lógico que, si la naturaleza prepara a una mujer anatómica y fisiológicamente,
de una manera maravillosa, para ser madre, la prepare también psicológicamente
para serlo, y, en concreto, esa preparación consiste en ser más afectiva que
el hombre, pues los hijos necesitan, además la leche, el cariño de su madre.
La leche para el desarrollo físico y el cariño para el normal desarrollo
psíquico.
La mujer, por su mayor afectividad, es capaz de conocer mejor las necesidades
de los demás, por eso suele tener más empatía (capacidad de ponerse en el
lugar de los demás), es más capaz de dar afecto (querer) y sacrificarse por
los demás, siendo más perseverante y generosa en la ayuda a los necesitados y
a los que sufren, y, por ello, es mejor cuidadora que el hombre, pues su
fuerte afectividad le da un gran impulso para actuar, que se sumará al impulso
de su voluntad. Esas características son muy necesarias y muy útiles en el
cuidado de los hijos, que exigen un intenso y continuado esfuerzo y
sacrificio.
Una idea parecida la expone Ricardo Yepes con una expresión poética:
Lo propio de la mujer sería dar vida a la humanidad (hijos) y dar humanidad
(afecto) a la vida, y lo propio del varón sería dar mundo (bienes) a la
humanidad y dar humanidad (hijos) al mundo.
La complementariedad psicológica, además de facilitar el reparto de tareas en
la familia y en la sociedad en general, hace que la unión sea más completa, y
se evite la unilateralidad o la uniformidad, que empobrece todo, especialmente
la educación. Así, los hijos pueden tener una educación más rica y completa,
y, los hijos de cada sexo, pueden tener un modelo más cercano, en el hogar,
como guía y ayuda para el desarrollo de la propia personalidad, que es más
importante que aprender el idioma materno o paterno.
2. Del instinto a la tendencia, orientación y deseo, alteraciones de género.
Los instintos son programas de conducta de los animales, con una determinación
genética y con una puesta en acto de modo automático en todos los miembros de
la especie. Los seres humanos por su razón y voluntad libre no tienen
instintos sino tendencias naturales, aunque en el lenguaje común a estas
tendencias se les denomina instintos por su analogía con las de los animales.
La orientación sexual está determinada genéticamente, pero hay algunas
variaciones de la orientación común por determinantes biológicos cerebrales
aún no bien conocidos.
Las variaciones de género tienen relación principalmente con la orientación
sexual y secundariamente con influencias ambientales tempranas que influyen en
la actitud de la persona hacia su cuerpo, su sexualidad y su afectividad.
Sexualidad humana
Es una función corporal que es precedida, acompañada y seguida de intensas
sensaciones y emociones agradables a corto plazo, pero la cualidad de la
reacción afectiva, a medio y largo plazo, depende de que se use según el
criterio de la razón y con libertad, es decir, según se viva bien o mal.
En el actual momento histórico de occidente, por el contexto cultural
hedonista, para hacer permanente el bienestar afectivo de la actividad sexual,
especialmente de su mal uso, se viene realizando un perseverante esfuerzo por
modificar los criterios racionales de buen y mal uso de la misma, para
adaptarlos al deseo afectivo de usarla para producir placer y según el
capricho, es decir, en el momento, en la forma y con el objeto
(persona-objeto) que apetezca.
Con facilidad creciente y gran ligereza, se justifica ese uso caprichoso de la
sexualidad, afirmando que es un bien para el bienestar afectivo de la persona
y una expresión de su “libertad” afectiva, así pues, es un bien subjetivo y
egocéntrico. Este planteamiento, arraigado en la cultura de occidente, con el
tiempo, conduce al subjetivismo y al relativismo, que lleva a la pérdida de la
capacidad de conocer el bien objetivo, y lleva también a las adicciones, que
supone la pérdida de la voluntad para ser objetivamente libre y para poder
amar incondicionalmente a los demás, que es el único camino para la felicidad.
Esas consecuencias negativas de este planteamiento, las recogen también
Enrique Colom y Pablo Requena en su libro sobre la revolución sexual:
Si el sexo no se logra encuadrar en la dimensión espiritual de la persona,
se vuelve inhumano, porque ve en el otro un mero objeto de placer, no un ser
amado, que se puede usar según su gusto. La unión puramente carnal, aunque
se acompañe de una intensa afectividad, si carece de auténtica racionalidad,
devalúa a la persona a la categoría de cosa que solo se aprecia por la
satisfacción o el placer que ocasiona.
Para combatir ese erróneo planteamiento de la sexualidad humana, resulta
capital recordar cuál es el uso natural de la sexualidad, determinado por el
Ser que ha creado al ser humano, que consiste en ser expresión de un amor
total, de toda la persona –alma y cuerpo-, y orientada a dar la vida a otros
seres humanos, los seres más maravillosos de la creación, por su capacidad de
conocer la verdad y de amarla libremente.
El premio para la persona que pone un esfuerzo continuado por respetar la
finalidad de su sexualidad, mental y conductualmente, es lograr la cota de
felicidad más alta que se puede lograr en esta vida, que es consecuencia del
elevado amor al que se puede llegar, al evitar el egoísmo que produce un uso
de la sexualidad prioritariamente para sentir placer.
El uso de la sexualidad con la finalidad egoísta de sentirse bien o para
evadirse de los sentimientos negativos (frustración, insatisfacción, vacío
afectivo, hambre sexual, aburrimiento), además de impedir ser feliz, tiene un
alto riesgo de producir patologías sexuales (adicciones, perversiones y
disfunciones), abuso y violencia sexual, enfermedad mental de tipo neurótico,
y hacer fracasar el
noviazgo
y el matrimonio, por destruir y esterilizar el amor. Todas estas consecuencias
negativas producen un intenso y prolongado sufrimiento en el protagonista y en
las personas que le quieren.
Ricardo Yepes afirma la misma idea de la siguiente manera:
una entrega corporal que no fuera fecunda o que no se acompaña de entrega
personal sería una mentira, porque consideraría al cuerpo como algo
meramente externo, como una cosa disponible y
no como la propia realidad personal. De esta forma, la sexualidad se
convierte en un gesto vacío y falseado, pues no realiza lo que parece
significar o indicar –donación interpersonal fecunda-. La sexualidad se
realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del
amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí
hasta la muerte. La donación física total sería una mentira si no fuese el
signo y el fruto de la donación personal total.
Las personas con más riesgo de usar mal su sexualidad son las que, por su
manera de ser o por un problema de salud, familiar, social o laboral, sufren
de modo habitual intensos afectos negativos (tristeza, temor, frustración,
soledad, fracaso, inferioridad, inutilidad) y utilizan el placer sexual como
evasión pasajera de su malestar afectivo, pues, cuando desaparece su efecto
“anestésico”, se vuelven a sentir mal, y sienten el impulso a reiterar la
conducta sexual desnaturalizada para lograr un nuevo alivio, que acabará en la
adicción. Este hábito de evadirse del malestar produce en el sujeto que lo
desarrolla una intolerancia a lo desagradable y a la frustración, que hace muy
difícil que pueda romper el ciclo de la adicción. La conciencia y el
sentimiento de falta de autodominio y de libertad, que produce la adicción
sexual, profundiza más aún el sentimiento de frustración e infelicidad, que
empujará a una huida más frecuente, mediante el placer sexual, hasta llegar al
hastío.
Por lo explicado hasta ahora, se puede afirmar que hay dos motivaciones
opuestas del uso de la sexualidad, una es obtener placer y otra expresar amor,
y cuya dinámica psicológica se detalla a continuación:
La primera motivación es el deseo de bienestar propio y, por eso, tiene un
trasfondo de egoísmo. Con el tiempo suele ir a más y hace del sujeto una
persona centrada en las sensaciones y emociones, que producirá un
debilitamiento de las facultades superiores -inteligencia y voluntad-, cuya
finalidad es el conocimiento de la verdad y del bien, para amarlos.
La consecuencia final de este modo de usar la sexualidad es un desequilibrio
psicológico, que hace sufrir al propio sujeto y a los demás, que se sienten
objetos utilizados para producir placer.
La segunda motivación es el amor, que lleva a usar la función sexual como
expresión corporal del amor, en forma de afecto físico, y para dar frutos
(procreación), que enriquecen y perpetúan el amor.
Y, como el amor, busca el bien del ser amado, supone asumir el sacrificio de
uno mismo, para que el otro sea feliz, al sentirse querido total e
incondicionalmente. Por esta relación del amor con el sacrificio, se puede
afirmar que la intensidad del amor se mide por la intensidad del sacrificio
que se está dispuesto a hacer por la persona amada. Muchas veces, ese
sacrificio consiste en renunciar al propio placer, porque la razón juzga que
en ese momento, o de esa manera, o con esa persona, no es bueno. Por otra
parte, el amor a uno mismo también exige sacrificar aspectos parciales por el
bien general del Yo, es decir, sacrificar sensaciones y afectos positivos a
corto plazo, para lograr la felicidad a medio o largo plazo.
El amor verdadero, que lleva a la entrega de sí mismo, para poner en primer
lugar el bienestar y la felicidad de la persona que se ama, exige el dominio
de sí mismo, pues nadie puede dar lo que no posee. Si no nos poseemos no
podemos entregarnos.
El dominio habitual de la voluntad para usar la función sexual según las
indicaciones de la razón es la virtud de la castidad. La falta o debilidad de
esta virtud, es la causa de muchas de las infidelidades en el noviazgo y en el
matrimonio. La infidelidad hace daño a las dos partes: al que la comete,
porque se hace infiel, egoísta y débil, y corre el riesgo de perder la
libertad por la adicción al placer sexual; y al ser amado, porque deja de ser
amado con plenitud y puede llegar a dejar de ser amado completamente.
El uso de la sexualidad con uno mismo es también una forma de infidelidad con
la persona amada, pues supone dejarla fuera de esa experiencia placentera, que
le pertenece, a consecuencia de la entrega total que supone el amor verdadero;
y es también una infidelidad con uno mismo, pues tenemos la obligación de ser
fieles a nuestro compromiso moral de luchar por ser felices, que sólo se logra
cuando nos comportamos, también en la esfera sexual, bajo la dirección de la
razón y por un querer de la voluntad, no solo por sentirse bien, que es un
“querer” de la afectividad.
Cuando el uso de la sexualidad se hace con otra persona, pero para buscar
primera o únicamente el placer, que supone utilizar a un ser humano como un
objeto, que reduce su dignidad y le daña psicológicamente, al reducir su
autoestima y, a veces, también le produce un daño físico, cuando se hace con
violencia, porque no se tolera su negativa.
La sexualidad, por su fuerte carga de placer, produce hábitos muy profundos y
duraderos, muy difíciles de controlar y erradicar cuando son erróneos,
especialmente si se desarrollan en edades tempranas de la vida. Por esta
razón, es muy importante la prevención de toda conducta sexual desordenada, de
ahí que en la educación de la sexualidad, un elemento clave, es la lucha
continua y perseverante de la voluntad por lograr el autodominio de las
múltiples manifestaciones de la misma: sensoriales, perceptivas, imaginativas,
memorísticas, intelectuales y conductuales.
Las personas mejor dispuestas para lograr el control voluntario de la función
sexual, que es lograr la virtud de la castidad, son las que tienen un claro y
elevado proyecto de la propia personalidad o de manera de ser, que suele
incluir también un noble proyecto de noviazgo, matrimonio y, en general, de
las diferentes tareas de la vida. Estas personas, tienen muy clara también la
importancia de poseer la virtud de la perseverancia, pues la batalla por
lograr la castidad es costosa, ardua y con frecuentes tropiezos, que pueden
desanimarlas, especialmente a los jóvenes, por ser los más débiles ante el
sufrimiento y el sacrificio; pero que tienen a su favor el hecho de ser más
idealistas y pueden ilusionarse, en su preparación para la vida adulta, con
vivir de modo ideal su sexualidad.
Las personas con grandes proyectos de futuro y capacidad de sufrir durante
largo tiempo para alcanzarlos, tienen una personalidad opuesta a la de las
personas con un proyecto basado en sentirse bien y disfrutar a corto plazo,
sin considerar las consecuencias a medio y largo plazo. Y, como afirma el
refrán: “el que algo quiere, algo le cuesta”, el amor verdadero y la felicidad
requieren el buen uso de la sexualidad, es decir, la castidad.
Otra razón más para el uso virtuoso de la sexualidad, que es la castidad, es
su carácter sagrado, debido a su profunda relación con la vida, pues es el
instrumento de la generación de nuevas vidas humanas y porque forma parte del
cuerpo que posee un principio de vida. Y, puesto que la vida es “sagrada”, por
ser un don del Ser que es el dueño de la vida, la sexualidad participa también
de ese “halo sagrado”. Todo lo sagrado debe ser tratado con respeto y
veneración, y, cuando se usa o trata de modo impropio, se comete un
sacrilegio, que es la mayor ofensa que se puede cometer contra el Creador. De
ahí, deriva la gravedad moral de usarla impropiamente, es decir, sin seguir el
criterio de la razón, que juzga la bondad de los actos según estén o no
encaminados a lograr la finalidad natural de las cosas. Y como todo acto malo,
hace malo al sujeto que lo realiza, siendo mayor el daño cuanto mayor es la
maldad del acto, el mal uso de la sexualidad produce un grave daño al
protagonista del acto, que puede ser un serio obstáculo para alcanzar el
proyecto de ser feliz, y produce también una grave ofensa al dueño de la vida,
al Creador.
Por lo dicho hasta ahora, se puede concluir, aunque sea una simplificación,
que hay dos tipos opuestos de personas, y otros tres tipos intermedio, según
su modo de vivir la sexualidad y tratar su cuerpo:
-
Un tipo de persona con creencias religiosas, más o menos profundas, que
considera a Dios como el creador del hombre y de la Naturaleza, que
establece unas reglas del comportamiento correcto, para el bien de la
humanidad y de todos los seres creados, que el hombre puede conocer con su
conciencia racional y vivir con su fuerza de voluntad, y así ser feliz y
hacer feliz a los demás.
Y, en el caso concreto de la sexualidad, el funcionamiento correcto es por amor y para la generación, y entre personas que se aman y tienen un compromiso de entrega plena y permanente, que se llama compromiso esponsal o matrimonial, y da lugar a una familia, y que es el ambiente ideal para la educación de hijos maduros y felices.
Algunas personas de este grupo, por amor a Dios y en agradecimiento a los muchos dones recibidos, deciden realizar un compromiso de entrega total a Él y renuncian, completamente y de por vida, al uso de la función sexual, regalo suyo al darnos la vida en un cuerpo concreto. Este modo de vivir la castidad total por amor a Dios se llama celibato.
-
Un tipo de persona, opuesto al anterior, sin creencias religiosas o sin
práctica religiosa, cuya normal principal de funcionamiento es disfrutar de
la vida mediante la búsqueda continuada del placer de los sentidos, y, en
consecuencia, usa la sexualidad según su apetencia y capricho, como una
importante fuente de placer.
Estas personas intentan controlar su afán de placer sexual, únicamente cuando hay leyes civiles que lo prohíben, hay peligro de contagiarse de enfermedades que les harán sufrir física y psicológicamente, cuando pueden sufrir el rechazo social o la humillación de los demás, y cuando se van a sentir comprometidos o atados a ciertas obligaciones desagradables como son el matrimonio y los hijos.
-
Un tipo de persona con una actitud y conducta intermedia de los dos
anteriores, pero no muy frecuente, es la persona no religiosa con unos
principios de conciencia naturalmente buenos, que busca hacer lo mejor en
todo lo que hace, también en el uso de la sexualidad, por tener un afán
personal de ser y sentirse bueno, pues así se siente considerado y apreciado
por ella misma y por los demás.
Se trata de personas denominadas “hombres y mujeres naturalmente buenos”, que, a base de razonar honradamente, sin la distorsión de los intereses afectivos de sentirse bien en todo momento y a toda costa, descubren que hay bien y mal en el mundo, y también en la conducta de las personas, y buscan conocer con objetividad cuál es la conducta buena en el uso de la sexualidad, y descubren la relación de ésta con la procreación y con el amor romántico.
No es fácil, aunque no imposible, que este tipo de personas se mantenga en este camino de bondad durante toda la vida, sin una finalidad más trascendente o religiosa. Un ejemplo de la antigüedad, de este tipo de personas, son los estoicos, que, más recientemente, se les ha llamado “santos laicos”.
-
Otro tipo de persona, con creencias religiosas, pero que ha padecido una
educación con una utilización abusiva del miedo al castigo, para evitar que
hiciese el mal e impulsarla a hacer el bien, puede añadir al carácter
sagrado de la sexualidad un halo de peligro, por temor a ofender a Dios y
sufrir su castigo, y, por ello, puede ver la sexualidad como algo malo y
peligroso. Por esta razón, tiene dificultad para vivirla bien, e incluso
puede sentir un rechazo total o fóbico, porque los intensos afectos
negativos (miedo, asco, vergüenza, rechazo) que acompañan a las
manifestaciones sexuales, inhiben su normal funcionamiento y, con
frecuencia, son la causa de disfunciones sexuales.
Estas personas suelen calificarse de escrupulosas –que es un tipo obsesión-, y se incluyen en el espectro de patologías neuróticas.
-
Finalmente, un grupo de personas, no insignificante, viven también la
sexualidad con una actitud negativa, y, por tanto, con ideas, sentimiento y
conductas negativas: asco, rechazo, vergüenza. En este caso, la causa está
en experiencia negativas durante la infancia y la adolescencia, por haber
sufrido abusos sexuales o haber sido testigos habituales de violencia sexual
en personas queridas de su entorno.
Entre estas personas se dan disfunciones sexuales y, en los varones que han sufrido abuso a temprana edad, también pueden darse perversiones y adicciones sexuales.
3. Conductas adecuadas y banderas rojas (red flags) del comportamiento o límites.
Es difícil comentar brevemente las reglas específicas que determinan el límite
entre las conductas adecuadas e inadecuadas en la esfera sexual. Hay
algunas reglas generales que se van a exponer de modo esquemático.
En primer lugar, está la intención pura, pues cuando la intención es impura la
conducta también lo es. Una caricia, un beso, una mirada, una frase, un gesto,
un contacto físico que tiene como intención la excitación y gratificación
sexual personal fuera del contexto conyugal es una conducta inadecuada, que si
no se frena irá seguida de otras conductas también inadecuadas.
En segundo lugar, cualquier conducta consentida que produce intensa excitación
sexual o un orgasmo es inadecuada, tanto sea realizada en soledad como en
compañía, con la excepción del contexto del acto sexual conyugal abierto a la
vida.
Pueden considerarse banderas rojas que indican una zona muy peligrosa a la que
no se debe entrar:
- Mirar, imaginar y tocar las partes del cuerpo de los menores de edad que tiene relación con la sexualidad, si producen excitación sexual y, sobre todo, si tiene un carácter impulsivo y reiterativo. En esta área son banderas amarillas insistir a los menores que den un beso, un abrazo o hagan una caricia, cuando no desean.
- Manipular u obligar a los menores a que nos tengan un cariño especial, por encima del de que tienen a los demás.
- Fantasear voluntariamente con menores y con adultos para excitarse y lograr el orgasmo.
- Mirar y escuchar voluntariamente material de tipo erótico o pornográfica. En esta área son banderas amarillas ver voluntariamente personas desnudas o semidesnudas o contornos físicos relacionado con los caracteres sexuales.
IV Afectividad: El don del celibato
El don del celibato: del amor humano al amor divino (amor y enamoramiento). La
identidad y plenitud afectiva de
la persona célibe. La interiorización y protección el don del celibato.
En este apartado se define el celibato como la renuncia voluntaria al uso de
la sexualidad por una finalidad religiosa, es decir, por el Reino de los
Cielos. El celibato es muy estimado en la Iglesia católica desde sus inicios
por ser el estado de Jesucristo, la Virgen María, San José y muchos santos.
También es estimado en otras religiones pues facilita el desarrollo de la vida
espiritual. Emilio Chuvieco Salinero en una reciente publicación por la
editorial Digital Reasons y titulado “Sentido y vivencia del celibato de los
laicos”, trata el celibato de modo exhaustivo.
Este autor cuando cita el texto de San Pablo a los Corintios (1 Corintios 7:
25-35) sobre la virginidad, dice que “la razón de fondo que da San Pablo para la vida célibe es: agradar a Dios.
La razón principal de la vida célibe no es evitar el trato conyugal, como si
fuera algo negativo, motivo de posibles tentaciones, sino tener mayor
capacidad para intimar con Dios, al tener el corazón centrado exclusivamente
en Él. Ese amor indiviso es el núcleo del celibato, porque facilita dedicar
lo mejor de las energías vitales a Dios. También señala como añadido que el
célibe “se preocupa de las cosas de Dios”, indicando asimismo su mayor
disponibilidad para las tareas apostólicas.
1. El don del celibato: del amor humano al amor divino (amor y enamoramiento).
El término de “don” al referirse al celibato tiene dos caras. Una es la que
hace referencia a Dios, que es el que toma la iniciativa y llama a algunas las
personas a una
misión que conlleva el celibato. Esta llamada es una vocación para la que Dios da la gracia necesaria para
vivirla como El quiere que se viva. Así pues, tanto la llamada al celibato
como la gracia necesaria para vivirlo son dones de Dios.
La otra cara hace referencia a la persona que acepta la llamada de Dios a
cumplir una determinada misión que requiere vivir el celibato. En este caso,
la persona entrega o dona a Dios la posibilidad de usar la sexualidad mediante
la renuncia a su disfrute y a la generación de vidas a través de su
utilización, que inicialmente Dios le había entregado al crearla. La persona,
por haber sido creada libre, debe hacer un acto inicial de compromiso de vivir
el celibato por el Reino de los Cielos, que debe actualizar cada día cuando
tiene que poner en práctica las consecuencias de ese compromiso, y de esa
manera va desarrollado, además de la virtud de la fidelidad y lealtad, la
virtud de la castidad, que le hará más fácil la lucha en el futuro porque
fortalece la voluntad. Pero lo que más fortalece la voluntad para cumplir un
compromiso es el amor que se tiene a la persona con la que se ha comprometido.
Cuanto más amor, más fuerte es la voluntad para llevar a la práctica lo que se
ama.
La promesa de celibato de una persona sin que Dios le haya llamado con una
vocación al celibato, al no contar con su gracia, resulta muy difícil de
vivir, porque la naturaleza humana ha sido creada por
Dios con la misión de procrear, y además supondría ir contra el deseo de Dios.
El celibato además de donar el uso de la sexualidad conlleva el don del amor
esponsal, que es el marco previsto por Dios para el uso de esa función. Pero
no supone la renuncia al amor humano, que ha de ser también un amor a los
demás por el Reino de los Cielos, es decir, por amor de Dios, que nos pide
amar al prójimo y amarle a El en el prójimo. El amor al prójimo limpio de
deseos sexuales suele ser fuerte y duradero, pues es más espiritual.
2. La identidad y plenitud afectiva de la persona célibe. La interiorización y protección el don del celibato.
Toda persona ha sido creada por amor y para amar. Y aunque a veces los padres
engendran criaturas sin amor y nos las aman ni las enseñan a amar, Dios sí las
crea y las mantiene en el ser por amor y quiere que le amen. Por esta
razón, para ser feliz en la tierra y después en el cielo, toda criatura debe
sentirse amada y debe amar. También las personas llamadas al celibato
necesitan ser amadas y amar para ser felices.
Para poder amar bien hay que amar con orden, es decir, hay que amar primero a
los primeros y después a los demás según el orden social adecuado. Cuando los
esposos se aman mucho pueden amar a sus hijos y al resto de las personas sin
apegos y sin conflictos afectivos. Lo mismo ocurre con toda criatura que ama
mucho a Dios, después puede amar a las demás criaturas de modo adecuado. Esto
último, es especialmente importante en las personas llamadas a celibato. El
Papa Francisco en Amoris laetitia afirma que el fundamento del
celibato, como del matrimonio, es el amor, el amor a Dios y a las criaturas: La virginidad y el matrimonio son, y deben ser, formas diferentes de
amar, porque el hombre no puede vivir sin amor
(n.161).
El amor de la persona empieza por un querer de la voluntad a los seres que la
razón juzga como buenos y de la manera que la razón considera ordenada,
después, con los repetidos actos de amor, va surgiendo el afecto en la
afectividad y entonces es toda la persona la que ama.
La identidad del celibato es una convicción firme de la razón de que es lo
mejor para uno mismo en la única vida que tenemos, pues Dios sabe más que
nosotros y nos ha puesto en el camino que nos va a hacer felices en la tierra
con la felicidad limitada de esta vida y nos hará felices en el Cielo. Esta
convicción crece, se fortalece y se consolida con una vida diaria fiel a ese
compromiso con Dios; con el aumento del amor a Dios; y con la lucha por cortar
con prontitud la dudas y las pequeñas infidelidades. Para vivir esto último,
la voluntad tiene que ser fuerte. San Juan Pablo II en
Familiaris consortio afirma la realidad de que el celibato es don de
Dios muy valioso: la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla
preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es
más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto, la
Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de
este carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que
tiene con el Reino de Dios (n.16).
El célibe, aunque haya donado el ejercicio de su sexualidad y la capacidad de
tener un amor esponsal, paternal y maternal, sigue poseyendo la sexualidad con
sus impulsos, deseos y movimientos, y sigue poseyendo su afectividad con su
capacidad de enamorarse, apegarse y apasionarse por los demás, pero las posee
como administrador de algo ajeno y sabiendo que, en un momento determinado, el
Dueño ha de pedirle cuenta de como las ha utilizado. Ahondar con la razón y la
afectividad en esta convicción de que no nos pertenecemos, lleva a estar
vigilantes y cuidar bien cada día esas cualidades donadas a Dios.
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