Asombrosas relaciones entre la fe y la salud mental

Un médico no cura heridas sino personas

Entrevista sobre el libro Madurez psicológica y espiritual

Autor: Juan C. Ortega

1. Usted es un experto en el psiquiatra Viktor Frankl, que escribió sobre el sentido del hombre y del dolor. Después de su obra sobre este psiquiatra vienés, usted profundiza ese mismo tema en su nuevo libro sobre la madurez psicológica y espiritual. ¿Qué se puede decir cuando alguien no entiende por qué le ha tocado esta enfermedad o aquella desgracia?

Lo primero es escuchar, comprender, hacerse cargo de los sentimientos del otro, consolar y compadecer. De este modo el dolor se comparte; y un dolor compartido, decía Frankl, ya en algo disminuye. No se necesitan muchas palabras, sino alguien que nos eche una mano. Ojalá nadie sufriera solo.Del diálogo, del encuentro con otras personas que nos quieren, surge un nuevo significado de la vida y del dolor. Al ver nuestra existencia entrelazada con la de los demás es más fácil intuir que el sufrimiento tiene un sentido, aunque continúe siendo un misterio.

El por qué me ha tocado a mí abre paso a un para qué: a cada uno toca descubrirlo. La enfermedad o la desgracia inevitable admiten numerosas actitudes. He visto a muchas personas crecer ante los infortunios, con un proyecto nuevo, esforzándose, por ejemplo, en mantener la alegría por amor a alguien. Las circunstancias dolorosas se transforman en camino de madurez.Para un cristiano, además, brilla la figura de Jesucristo, que experimentó por amor el sufrimiento físico y la angustia psicológica de sentirse abandonado. Con Él, la oscuridad se hace luminosa. Siempre recordaré las palabras de consuelo que me dijo un día un sacerdote: también Jesús lloró por la muerte de Lázaro. Y qué paz nos da poder rezar como el Papa Francisco: Señor, yo no lo entiendo, pero confío en ti.

2. Los cristianos podemos “implicar” nuestra fe en nuestra existencia cotidiana. Pero ¿sin fe hay más posibilidades de caer en enfermedades mentales?

Son muchos los factores, tanto internos como externos, que influyen en la salud mental. Desde una predisposición genética, hasta una conducta discordante con la naturaleza humana; desde experiencias traumáticas, personales o familiares, a circunstancias del clima o la sociedad, como la falta de luz de los países nórdicos o la pobreza extrema y la guerra en otras latitudes.

En este amplio marco, deseo referirme a uno decisivo y muy actual: vivir de acuerdo con la identidad de mujer o de hombre es fundamental para conseguir una personalidad armónica. Y esto es, en la opinión de muchos profesionales, el mejor modo de prevenir enfermedades mentales. También por esto es grave que se haga dudar a los niños de su propia identidad masculina o femenina, como ha advertido recientemente el colegio de pediatría norteamericano.

¿Y cómo influye la fe? Toda persona, creyente o no, puede llegar a un buen conocimiento de sí misma y madurar un proyecto coherente con las disposiciones de su ser. Es preciso que dediquemos tiempo a leer lo que podríamos llamar nuestro manual de instrucciones: una ley inteligente impresa en el corazón, unas pautas llenas de sabiduría que nos guían hacia la verdad, la belleza, la bondad y el amor…

Observando con asombro la magnitud del universo y nuestra propia complejidad, buscando con pasión el sentido, se da el primer paso hacia la fe. Si uno ha tenido la fortuna de recibir educación cristiana, tiene más claros los consejos, el mapa que conduce a la felicidad. Aún así puede no seguirlos. Sólo la fe vivida con coherencia ayuda a prevenir y afrontar mejor la enfermedad.

Sólo esta fe hace entrever en el horizonte otra vida y estimula la esperanza que protege del pesimismo. La certeza de que esta existencia se acaba y de que alguien nos espera para preguntarnos si lo vivido ha valido la pena, si hemos cumplido la misión, es una llamada más a la responsabilidad. Saber que hay alguien interesado por nosotros, que nos quiere y espera una respuesta, nos mueve a vivir conforme a la realidad de nuestro ser: en expresión de Frankl, ya no nos preocupamos tanto de lo que esperamos de la vida, sino de lo que la vida espera de nosotros. Esta visión de futuro sustentada por la fe es una buena protección.

3. Y ya que hablamos de estas patologías ¿Qué puede hacer la familia de una persona con trastornos mentales?

El sufrimiento de la enfermedad mental aumenta por la falta de comprensión o las etiquetas. No es infrecuente que a la impotencia del malestar psicológico se añada el dolor de ser juzgado con dureza: eres un inmaduro, te lo mereces, deja de quejarte que hay mucha gente peor que tú... Es fundamental que los familiares conozcan algo de lo síntomas psicológicos, para entender su génesis, ayudar a prevenir y buscar atención médica cuando sea preciso. Del mismo modo que todos saben hoy que un dolor en la parte derecha y baja del abdomen puede ser una apendicitis y requerir una operación, conviene conocer los indicios de las enfermedades mentales, para acudir pronto a un especialista.

El papel de la familia será distinto según la enfermedad. Es clave que traten con cariño y acojan al enfermo, que acudan al auxilio de los expertos, y no caigan en acusaciones o lamentos estériles por el pasado. He visto muchas veces padres que se sienten de algún modo culpables por la enfermedad de los hijos… o también hijos que se sienten responsables de las patologías de sus padres…

Un buen conocimiento de la enfermedad mental les ayudará a vivir con serenidad: quizá descubran algunas deficiencias personales que pueden haber influido, pero centrarse en ellas será inútil. Con mucha probabilidad han hecho lo que sabían o podían…, por lo que no sirve culpabilizarse, sino mirar al futuro con esperanza y poner todos los medios para mejorar. En el libro intento facilitar esta misión.

4. A la hora de enfocar el estrés, la ansiedad, una posible depresión: ¿Cuáles son las señales que nos pueden alarmar?

Las señales de alarma suelen ser reconocibles, pero hay que hacerles caso, para que no suceda como con las sirenas que se oyen en las ciudades, a las que nadie presta atención, o despiertan la rabia: ya está el de siempre haciendo ruido… No podríamos aquí describirlas todas. Siempre que estemos en una situación de sufrimiento que no comprendamos vale la pena bajar el ritmo, dedicar un tiempo a ver qué nos sucede o qué le sucede a quienes nos rodean. Algo de estrés o un poco de ansiedad resultan útiles: ayudan a estudiar un examen con más atención, a huir del peligro… Pero, así como un hierro fuerte puede romperse con el uso excesivo y prolongado, por el desgaste del material, la salud se perjudica ante el estrés crónico, que conviene reconocer y evitar.

Un ejemplo es el burnout (literalmente estar quemado) o estrés profesional, que para muchos es simplemente una forma de depresión. Se observa en personas que se dedican a servir o cuidar de algún modo a otras. Se ha descrito en enfermeras, médicos, profesores, sacerdotes…, en madres o padres de familia. En un determinado momento se agotan, pierden eficacia y comienzan a considerar a quienes acuden a ellos (un paciente, un alumno, un hijo…) como un problema indeseable.

El derrumbe suele ir precedido de manifestaciones más leves: hay quienes “se matan trabajando”, para ellas y ellos no hay horarios, son los únicos salvadores de la humanidad… A lo que se añade un: nadie me comprende, no valoran mi trabajo, todo me cae a mí.

No solo ellos han de descubrir las alarmas y profundizar en el sentido de su trabajo. La sociedad y las instituciones tienen una gran responsabilidad, por las obligaciones que imponen, por cómo cuidan el ambiente laboral, por el ejemplo de los directivos, etc. Estoy convencido, como tantos colegas, de que muchos casos de burnout no se darían si, por ejemplo, los hospitales tuvieran horarios más racionales, más humanos… No se me escapa que esto requiere aumento del costo, pero seguramente supondrá un ahorro, al no tener que sustituir al personal desgastado… Algo similar podría decirse de otras empresas o instituciones.

En el caso de la depresión, que llega a afectar al 15 % de la población, las señales de alarma se resumen en una tristeza exagerada que se acompaña de apatía, falta de iniciativa, irritabilidad, insomnio, etc. A diferencia de lo que llamaríamos tristeza normal, no siempre hay un estímulo desencadenante, la respuesta es desproporcionada, dura por más de dos semanas y con frecuencia se acompaña de síntomas físicos.

5. ¿Es posible aprender a controlar este tipo de trastornos?

Para controlarlos hay que comprenderlos, lo que no siempre resulta fácil ni a los médicos. Un psiquiatra que formaba a su hijo en la misma especialidad le encargó la primera visita médica de un joven estudiante. Al terminar, refirió el aprendiz: pienso que no tiene ningún problema, solo dice que ya no siente ganas de hacer nada de lo que hacía antes… A lo que el médico experimentado respondió: no pensaba que fuera algo tan serio, y diagnosticó una depresión. Una vez encontrado el inconveniente, hecho el diagnóstico, hay numerosos tratamientos eficaces, que suelen incluir medicamentos y ayuda psicológica.

Pero me gustaría afirmar de nuevo que el mejor control de la enfermedad mental es prevenirla. Numerosas patologías germinan en una personalidad alterada, en aquellos que sufren y hacen sufrir, como los describió en 1923 el psicólogo alemán Schneider. Por esto, la clave es cuidar más el ambiente familiar y educativo desde la infancia, y dejarse después ayudar para ir modelando nuestro modo de ser.

6. ¿No se corre el peligro de identificar los problemas psicológicos con las dificultades espirituales?

En el ser humano hay tres dimensiones en estrecha unidad: la orgánica o más material y biológica, la psíquica que comprende una cierta inmaterialidad cercana a lo orgánico, y la espiritual. En esta última hunde sus raíces la inteligencia y la voluntad y encuentra su asiento lo más propio de la mujer y del hombre: la capacidad de comprender, la búsqueda del sentido de la vida, las ansias de eternidad, de encontrar a alguien capaz de colmar el deseo de amor.

Una grieta en cualquiera de estas dimensiones, si es lo suficientemente profunda, puede hacer caer el entero edificio. Al ayudar a una persona en sus dificultades, tal vez no sea posible definir exactamente cuál ha sido la causa de la ruina, como sucede al ver una casa en el suelo. Lo importante es centrarse en la reconstrucción.

7. ¿Se pueden superar adicciones, como por ejemplo, a las drogas o internet?

Cuando se ha llegado a una adicción, es difícil cortar. Todas tienen un proceso similar: la droga o el alcohol, el juego embriagante, los placeres fáciles ligados al sexo, la pornografía… actúan como detonantes de la liberación de sustancias a nivel cerebral, en particular la dopamina. El estímulo repetido puede incluso modificar la estructura neuronal. Así, por diversos mecanismos, la persona se encuentra encadenada a algo que quizá comenzó por curiosidad. Era libre para cortar al inicio y ahora es esclava. Sucede como lo que describió Aristóteles en un ejemplo clásico: quien tira una piedra podría no haberlo hecho; una vez arrojada, ya no está en su mano el no lanzarla.

Conozco sin embargo a muchas personas que han logrado cortar las cadenas de la adicción. Habitualmente necesitan de un fuerte apoyo de otros y, sobre todo, una gran motivación. Sólo el que está convencido de que vale la pena ser libre, no se cansa de intentarlo. Y pone todos los medios a su alcance: no basta con querer. Es útil anotarse una lista de los desencadenantes de la actividad adictiva, identificar los momentos en los cuales ocurre, y poner remedio. Por ejemplo, para evitar la pornografía, convendrá no acceder a internet en momentos de cansancio o tristeza, sino cultivar otras formas de descanso. Son útiles la música, las lecturas, el deporte…, en lo posible compartidos con otros, para no aislarse.

8. Por último, ¿cuándo se necesita un médico, un psicólogo o un sacerdote?

El sacerdote está llamado a mostrar, a pesar de sus limitaciones personales, el rostro misericordioso de Cristo (ver reseña del libro El sacerdote). Con su palabra y sus gestos sabrá ser psicólogo sin hacer psicología. Todos se beneficiarán de su consejo y en especial de los sacramentos. La confesión de nuestras culpas, pedir perdón y recibirlo explícitamente en nombre de Dios es un gran estabilizador de la personalidad. Pero, como he dicho, hay muchos factores que pueden alterar la salud, y en la duda será conveniente el recurso a un profesional de este campo.

El sufrimiento psicológico es tan cercano a la esfera espiritual, que a veces una distinción neta no es posible. Quien pasa, por ejemplo, por un momento de depresión, ansiedad, o escrúpulos obsesivos, difícilmente podrá discernir si se debe a algún defecto psicofísico o a un problema de conciencia moral. Pero un buen profesional sabrá orientar en algunos casos hacia un confesor o director espiritual, y estos sabrán orientar también hacia el médico. Entre todos se buscará aliviar a quien sufre.

Cuando era estudiante escuché a un médico decir: tu no curas una herida, curas a una persona. Un buen profesional estará atento a los aspectos espirituales, que diferencian a su paciente del “paciente” de un veterinario. Es decir, tendrá presente sus miedos, sus sentimientos de culpa, su relación con otros seres humanos. Y, si el enfermo es creyente, le facilitará si lo desea la cercanía de un sacerdote, o ministro de su confesión religiosa.

El tema del sentido de la vida y del sufrimiento pueden surgir con naturalidad y ¡cuánto sirve a las personas poder hablar de esto!

Entrevista a Wenceslao Vial
Contact Us

We're not around right now. But you can send us an email and we'll get back to you, asap.

Curso sobre madurez psicológica y espiritual de los sacerdotes, San José de Costa Rica, Wenceslao Vial