Entender el sentido del sufrimiento físico y psíquico
1. El cristiano y la enfermedad
La enfermedad lleva al enfermo a plantearse muchas preguntas. Las más inmediatas y comunes son: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora? Luego, es fácil interrogarse por su significado profundo. El primer objetivo de la dirección espiritual de una persona enferma será, por tanto, ayudarle a que encuentre el sentido de su dolencia. No es algo que le podamos imponer desde fuera, sino que el paciente ha de buscarlo y hacerlo suyo, en un itinerario personalísimo.
Para el cristiano, el sufrimiento tiene un sentido, aunque no lo comprenda del todo. El punto de partida es la pasión y muerte del Señor, que con su dolor asumió el nuestro y lo llenó de luz. La raíz está en la Cruz, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Co 1, 23), y en la certeza de que el dolor nos hace corredentores y beneficia a toda la Iglesia, como afirma San Pablo: «ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).
La enfermedad es permitida por Dios, como consecuencia de la debilidad contraída por la naturaleza humana después del pecado. Ciertamente, por tanto, no constituye un bien en sí, de modo que cuando se puede evitar, se evita. Tantas veces, sin embargo, no hay posibilidad de esquivar las enfermedades. Es el momento de decir que sí a la Voluntad de Dios, de crecer en el amor, de madurar humana y espiritualmente: el dolor seguirá siendo un misterio, pero un misterio abierto que pone ante nuestros ojos la limitación y finitud de la existencia terrena y abre la puerta a la vida futura, la Vida eterna.
La vida de Job, bendecido por Dios con muchos bienes e hijos y de pronto privado de todos ellos, es un paradigma de la aceptación del dolor. Los amigos que llegan a consolarle le quieren convencer de que todos sus males son fruto de culpas pasadas (cfr. Job, 4, 8-10). Job, sin embargo, es consciente de su inocencia. Desde el primer momento mantiene la fe y dice: «desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré. Yahvéh dio, Yahvéh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahvéh!» (Job, 1, 21).
En la dura prueba, resistiendo a su misma mujer que le incita a renegar de Dios, se mantiene fiel (cfr. Job, 2, 10). La respuesta del Creador, que interviene al final del libro, constituye una invitación a la paciencia. Hace ver a Job que no puede entender todas las razones y, ante su humildad, le devuelve multiplicados sus bienes (cfr. Job 38-42). Juan Pablo II, con abundantes referencias a este texto del Antiguo Testamento, resume el argumento con las siguientes palabras: «Éste es el sentido del sufrimiento, verdaderamente sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión»[1]
Llorar, conmoverse ante el dolor o la muerte de un ser querido, es tan humano que Jesucristo quiso dejarnos su experiencia (cfr. Jn 11, 33-39). En la dirección espiritual del que sufre, una actitud fundamental es la compasión y la empatía: hacerse cargo de lo que le sucede y, para esto, escucharle. Un gesto puede resultar más benéfico que cientos de palabras. Se trata de ayudar al enfermo a mirar a Dios y a los demás, que es el camino para descubrir el significado del sufrimiento. Sólo se entenderá un dolor que tenga razón de ser como sacrificio, como donación, como prueba o «piedra de toque del Amor»[2]; esto lo transformará en un bien –en cierto sentido– para el que sufre y para los demás.
San Josemaría afirmaba: «Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»[3].
La Organización Mundial de la Salud define salud como «estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social». Considera tres dimensiones en estrecha relación. Cualquier grieta en una, repercute en las demás. La alteración orgánica puede ser causa de trastornos psíquicos, la dolencia psíquica puede determinar una alteración orgánica; las dificultades espirituales –que no se mencionan– también pueden causar alteraciones psíquicas y físicas. Siempre sufre la persona entera.
La convicción de la unidad del ser humano, con la primacía de la dimensión espiritual, lleva a comprender que cada enfermo es único, y a tratarle en consecuencia. Nunca estamos ante un problema, sino ante una persona irrepetible que tiene un problema. Así han de ser leídas las sugerencias de estas líneas, que se refieren principalmente a la atención espiritual del enfermo. Algunas servirán a los familiares, que participan del dolor de un ser querido y pueden resentirse por el cansancio y la pena.
Distinguiremos la enfermedad física de la psíquica, aunque hay muchas interrelaciones y complementariedad entre lo que se explica en uno y otro apartado. Trataremos de la persona que busca el significado de su dolor y con quién compartirlo. Esta es una tarea fundamental de la dirección espiritual. La enfermedad recuerda a todos que estamos de paso; y, a los cristianos, que vamos camino al Cielo: «Dios al permitirla, nos enseña a deplorar la miseria de esta vida y a desear la felicidad de la otra»[4].
Nos detendremos más en los aspectos psíquicos, por su íntima relación con la esfera espiritual[5], y porque en las enfermedades físicas –particularmente en las crónicas–, suele haber también sintomatología psíquica que, por su modo de darse, puede resultar desconcertante para el paciente y quienes le conocen. Las descripciones y sugerencias servirán para comprender mejor a los enfermos, sospechar un problema de salud y orientarles adecuadamente. La dirección espiritual no tiene por fin ni por objeto la salud, pero contribuye al bienestar de la persona. Los recursos espirituales previenen la aparición de alteraciones y favorecen la buena salud. El cristiano sabe que esta última no es el principal valor, pero la cuida, para servir mejor y por más tiempo a Dios y a los demás. El médico, el director espiritual y todos los que forman parte del entorno del enfermo, han de trabajar conjuntamente para su bien, evitando que los consejos que den sean contradictorios entre sí.
El objetivo es proponer algunas herramientas y conocimientos elementales, oportunos para la dirección espiritual. Por esto, las explicaciones científicas son de carácter general y auxiliar, y no se explican exhaustivamente las patologías ni las formas de tratamiento, que varían según las distintas corrientes médicas o psicológicas y las circunstancias de cada enfermo.
A cualquiera que deba relacionarse con personas que sufren, sirven las palabras con que Benedicto XVI resume la capacidad de curar «todas las enfermedades y dolencias» (Mt 10, 1) dada por Jesús a sus Apóstoles: «Quien quiera curar realmente al hombre, ha de verlo en su integridad y debe saber que su última curación sólo puede ser el amor de Dios»[6].
2. Enfermedad física
En la enfermedad física el proceso anómalo tiene como causa inicial, o provoca, un defecto en los órganos o en una función fisiológica: por ejemplo, la diabetes, el cáncer, la meningitis.
Los enfermos requieren una atención especial. Hay que tratarles con el mayor cariño posible, sabiendo que, a veces, la misma dolencia les puede provocar susceptibilidad ante los consejos o sugerencias. Esta es la experiencia de los maestros de espiritualidad: «Mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende.. El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor»[7].
Lógicamente, lo primero es facilitarles el acceso a los cuidados médicos que requieran, para quitar o reducir sus molestias en la medida de lo posible.
La vida de piedad se ha de adaptar a las circunstancias de cada uno: si han de estar en cama, si pueden o no salir de casa, etc. Es conveniente facilitarles la recepción de los sacramentos, siempre que el interesado lo desee, en particular la confesión y la comunión; y, si es el caso, la Unción y el Viático.
También en las enfermedades orgánicas pueden surgir sentimientos de culpa, muy frecuentes, como veremos, en las enfermedades psíquicas. El director espiritual ha de encauzarlos, fomentando la paz y la alegría de saberse hijos de Dios. En algunos casos la culpa puede ser imaginaria. En otros, real, como en dolencias contraídas por conductas moralmente erróneas: infecciones en drogadictos, Sida por promiscuidad sexual, accidentes graves bajo efectos de alcohol, etc. Sin negar en estos casos una responsabilidad del enfermo en su mal, hay que ayudarle a recuperar –si la había perdido– la gracia y el amor a Dios. Gran serenidad les dará a estas personas aceptar el dolor como expiación y penitencia, unidos a la Pasión redentora de Jesucristo, sin dejar de pedir el restablecimiento de la salud. El Señor, que indudablemente puede curarles físicamente, está más pendiente –si cabe hablar así– de su conversión y salud espiritual. Con gozo, pueden oír las palabras del Hijo de Dios hecho hombre: «mira, estás curado; no peques más» (Jn5, 14).
Hemos agrupado los casos en cuatro situaciones generales. En cada una hay innumerables factores, entre los que la edad es clave. Un joven suele pensar que se va a curar, incluso ante patologías graves; una persona mayor, aunque espere la recuperación, afronta su estado de modo diferente. El director espiritual ha de dirigirse a cada persona en un lenguaje adecuado, siempre lleno de esperanza.
2.1 Afecciones agudas y accidentes leves
Cuando un problema de salud se presenta en forma inesperada, aunque sea sencillo, si altera los planes y las previsiones, puede llevar a que los interrogantes ¿por qué a mí? y ¿por qué ahora? aparezcan incluso con violencia. Y esto, aunque se trate de un esguince o una gripe que obliga a una semana en cama: justo la semana en que tenían lugar tantos eventos (la boda de la hija, un examen, las vacaciones...).
En la medida que la dificultad o el riesgo aumenta, por ejemplo, porque se requiere una operación con anestesia general para resolver una apendicitis o reducir una fractura, la conciencia de que la vida tiene un límite se hace mayor.
Desde el punto de vista espiritual, estas dolencias imprevistas, que habitualmente se resolverán en el plazo de pocos días, son también importantes: una ocasión para manifestar nuevamente el abandono en las manos de Dios, la aceptación de su Voluntad. Ofrecer los cambios de planes y las contrariedades, aceptándolas y viviéndolas bien, con alegría, es ser «fiel en lo poco» (cfr. Mt 25, 14-28), hasta en la salud.
2.2 Cuadros crónicos incurables
El diagnóstico de una enfermedad crónica, para la que no se espera curación, supone un motivo de preocupación que crece con la gravedad del cuadro. La existencia no será como antes, aunque sólo sea por las modificaciones en el estilo de vida: plan de ejercicios, alimentación, medicación, etc. Si nos descubren una diabetes, tendremos que seguir la dieta, usar quizá insulina, hacer análisis frecuentes de control; ante una hipertensión, problemas de colesterol, una insuficiencia renal o cardiaca, habrá que disminuir la sal o las grasas, etc.
Comprender bien la dolencia evita miedos injustificados y facilita las medidas de prevención y curación. A estas personas hay que infundirles optimismo. Han de intentar ver lo que les ocurre como una muestra del amor de Dios. Ofrecer sin cansarse las molestias, los análisis, etc.; incluso el temor o desconcierto por un pronóstico no del todo claro.
Suele haber períodos de descompensación de la enfermedad, en que la virtud de la paciencia es más necesaria. Cuando el tiempo pasa y algunas funciones orgánicas empeoran o se hacen pesados los cuidados habituales, es el momento de la perseverancia, de la alegría en la cruz. Se les puede insistir en que su modo de llevar la enfermedad es ocasión de dar ejemplo a otros, y en especial de unirse a la Pasión de Cristo.
Las actividades de cada día –tomar un fármaco, medirse la glucemia, etc.– se pueden convertir en recordatorios para levantar el corazón al Cielo en una jaculatoria, en un acto de abandono, de reparación, de petición por la Iglesia, por el Papa, por todas las almas... Los enfermos, en particular de dolencias crónicas, tienen un gran tesoro de oración y santificación en sus manos, que pueden distribuir con generosidad.
Si llega una etapa en que estas personas realizan muy pocas actividades externas, o el deterioro recorta su autonomía, pueden experimentar sentimientos de inutilidad, de ser un peso, de estorbar. Para salir al paso a estas ideas, al ofrecerles los cuidados que necesitan, se les puede recordar que ellos harían lo mismo por quienes quieren; que son una ocasión de crecimiento para los que les atienden; y que, siguiendo al Señor en su sufrimiento, poseen una eficacia aún mayor que la que tenían cuando estaban en plenitud de facultades. Al mismo tiempo, hay que saber reconocer los primeros indicios de síntomas depresivos o de ansiedad, que requieren cuidados específicos, de los que hablaremos en el apartado tres.
Conviene ayudarles a valorar mucho la Santa Misa e intentar –hablando si es posible con los parientes– que les faciliten la asistencia: no pocos ancianos y enfermos crónicos sufren al no poder participar en el Santo Sacrificio. Lógicamente, hay que tranquilizarles cuando no puedan acudir a la Misa dominical y, si están en condiciones, aconsejarles que al menos la sigan por la televisión. Hay que animarles a que se dejen cuidar con humildad, que es un modo privilegiado de unirse al Señor.
2.3 La incapacidad y la demencia
Dentro de las enfermedades crónicas, un grupo especial lo forman aquellas en que la incapacidad llega a ser muy grande, por una alteración de las facultades físicas o cognitivas. Son muchas las personas, de todas las edades, que se ven obligadas a vivir durante años dependiendo de otras para la alimentación, la higiene, la movilización, etc. Ejemplos frecuentes son algunos casos –no todos, pues el pronóstico y curso clínico es variable– de enfermedades neurológicas como la Esclerosis múltiple y alteraciones similares. Como siempre, cada paciente será distinto y habrá que alentarles con cariño, según las circunstancias.
Es comprensible que estos enfermos tengan momentos de mayor desánimo, que les cueste encontrar el sentido a lo que ocurre. Un caso extremo es el de quienes sufren un accidente y pasan, de un día para otro, de una vida activa a la parálisis casi total. Muy útil para atender espiritualmente a alguien así, es hacerse cargo de lo que realmente le ocurre y para ello nada mejor que escucharles. Tiene gran valor el testimonio en primera persona del sacerdote español Luis de Moya, que cuenta cómo afronta una tetraplegia –parálisis total sensitiva y motora de las extremidades–, después de un accidente automovilístico; y confirma cómo para una persona en esa situación, «lo más doloroso es sentirse poco útil o poco querido»[8].
Hay además una serie de enfermedades que se manifiestan por un progresivo deterioro cognitivo e intelectual que impide el desarrollo de las normales actividades. Son las llamadas demencias, que afectan hasta un 15 % de las personas con más de 65 años y a un 40 % de los mayores de 80[9] Se manifiestan por alguno de los siguientes síntomas: compromiso de la memoria, empobrecimiento del lenguaje, dificultad para acertar con el nombre de los objetos o recordar palabras (agnosias o afasias), falta de atención y concentración, desorientación en el tiempo y el espacio, agitación, pérdida de la capacidad de juicio. Inicialmente las notan sólo los familiares, por que observan en los afectados una pérdida de memoria a corto plazo o que olvidan muchos asuntos, que les cambia el carácter, el tono del humor o el comportamiento y pierden intereses que antes tenían.
La demencia más frecuente es la enfermedad de Alzheimer, producida por fenómenos degenerativos que afectan las neuronas. Por sí sola causa el 50-60 % de todas las demencias. La sobrevida es muy variable, con una media de 7 años. La siguiente en frecuencia es la secundaria a factores vasculares (infartos cerebrales múltiples). El sufrimiento subjetivo de los enfermos es mayor en las primeras fases, sobre todo después del diagnóstico. Luego, el dolor aumenta en los familiares, pues muchas veces se producen desconcertantes cambios en el modo de actuar y de reaccionar de las personas queridas, como sentirse perseguidos y otras ideas delirantes o síntomas psíquicos. La ayuda espiritual a un enfermo con demencia dependerá del estado en que se encuentre. Especialmente al inicio, será importante transmitir esperanza, fomentar el abandono, y que piensen en el bien que para ellos y para quienes les atiendan supone la enfermedad.
Desde el punto de vista médico, hay valiosos consejos y ejercicios que pueden retardar el deterioro cognitivo en algunos casos. Con el tiempo, si los pacientes llegan a perder por completo el uso de razón, habrá que apoyarse en las facultades que aún mantengan: les ayudará recordar las prácticas de piedad de niños. Incluso en estados avanzados, suelen tener períodos de mayor lucidez. Se puede rezar con ellos, aunque parezca que no comprenden[10] Siempre es importante tratarles con esmerada delicadeza y muestras de afectos, también porque la capacidad de percibir estas atenciones, de sentir y expresar emociones, la conservan por más tiempo y con más intensidad[11].
Otra alteración crónica y progresiva es la enfermedad de Parkinson. Es un síndrome o conjunto de síntomas y signos, en que destacan el temblor en reposo, la rigidez, la lentitud motora y la inestabilidad postural. Es una dolencia que afecta al adulto de media edad y a los mayores. Un 30 % de los pacientes refiere síntomas ya antes de los 50 años. Entre un 20 y un 60 % de los enfermos desarrolla una demencia en estados tardíos. En no pocos casos, incluso al inicio de los síntomas, aparece una depresión, que es importante reconocer para afrontar adecuadamente. Aunque actualmente no se consigue curar la enfermedad de Parkinson, los avances médicos en su manejo son notables, y se continúan experimentando nuevos tratamientos. Como en otras situaciones, es útil que los familiares conozcan algunos detalles de la enfermedad, para que puedan comprender y ayudar mejor al paciente.
Vale la pena comentar, por último, los estados de debilidad del anciano, teniendo en cuenta que la edad no causa de por sí esta situación. Por esto, ante una persona mayor con síntomas de deterioro, no conviene concluir sin más que es culpa de sus años La debilidad del anciano se puede considerar un síndrome, caracterizado por disminución de la fuerza física y actividad general, mayor fatigabilidad, marcha lenta e inestable, miedo y riesgo de caídas, falta de apetito, baja de peso, a lo que se puede añadir pérdida cognitiva y depresión. Es oportuno realizar una evaluación médica y geriátrica para buscar las causas. Si no se encuentra nada específico, se pueden aplicar varias medidas que contribuyen a mejorar el cuadro: plan de ejercicios semanales que mejoren la resistencia, el equilibrio y la flexibilidad (subir y bajar escaleras, caminar, ejercicios aeróbicos, etc.); apoyo nutricional con vitaminas (especialmente vitamina D) y aporte de calcio con lácteos sin grasa, más una dieta rica en frutas y vegetales[12].
El cuidado esmerado y lleno de cariño de las dimensiones física y psicológica de estos enfermos favorecerá también la salud espiritual. Un consejo más específico de esta dimensión es que renueven su amor a Dios y el empeño por acercarle a otras personas a través del apostolado y el ejemplo de buenos cristianos. Es sorprendente cómo muchas personas mayores parecen recuperar las fuerzas ante nuevos panoramas de apostolado y servicio[13], y quizá de este modo incluso mejoran o hacen más lento el deterioro físico o mental. Hay otros aspectos que habrá que considerar en personas con estas enfermedades crónicas o con un deterioro significativo por la edad, que no es posible abordar aquí[14].
A los que atienden a enfermos con limitaciones importantes o demencias hay que apoyarlos mucho, pues es un trabajo cansador y desgastante, aunque se haga con cariño y visión sobrenatural. No es raro que aparezcan en ellos signos de insomnio, ansiedad, etc. Si son miembros de la familia, se les puede aconsejar turnarse, o contratar si es factible un servicio a domicilio o personal de enfermería. Actualmente existen centros especializados, que se hacen cargo de la mayoría de los cuidados de enfermos crónicos o de ancianos que necesitan mayor atención. La decisión de ingresar –sólo durante el día o de modo permanente– un ser querido en uno de ellos puede ser difícil, y no es raro que pidan consejo al director espiritual. Cabe señalar que hay instituciones muy adecuadas, con personal especializado, que pueden colaborar humana y espiritualmente en la cura y atención de los enfermos, estableciendo rutinas diarias, cuidando la alimentación, la higiene, la medicación y numerosos pormenores que reducen o retardan el deterioro.
2.4 La enfermedad grave y la cercanía de la muerte
Cuando el diagnóstico comporta un riesgo vital, las preguntas por el sentido de la vida y de la muerte son cruciales. Para un cristiano, la muerte es un cambio de casa, la puerta que nos lleva al Cielo. Los argumentos que se den en la dirección espiritual han de estar aún más empapados de esperanza.
Conviene que los enfermos sepan el mal que padecen, con tiempo suficiente, para que se preparen lo mejor posible y reciban con plena conciencia los últimos sacramentos; aunque no suele ser necesario que conozcan con excesiva antelación los detalles del pronóstico. Son los familiares o los médicos –con la opinión de los parientes–, los que han de exponer la situación al enfermo, con delicadeza, pero sin eufemismos que la hagan incomprensible. Es lógico además, que se mantenga abierta la posibilidad de una curación, que Dios puede querer, y que incluso el mismo paciente siga rezando por ella: ese ejercicio de fe también tiene valor.
Para muchas personas será el momento de arreglar su vida. Querrán despedirse de amigos y conocidos, resolver asuntos pendientes o reconciliarse con alguien, pensar –si es el caso– en quienes dependen de ellos y cómo dejarles resuelto el futuro, cuestiones de herencia, etc. Pero, sobre todo, querrán preparase del mejor modo para el encuentro definitivo con Dios.
Hay que facilitarles la serenidad en la vida espiritual. Al mismo tiempo, les ayudará mantener hasta cuando les sea posible las tareas y ocupaciones que realizaban. Un hijo de Dios que confía en la vida eterna se alegra de poder darse hasta el final, aunque quizá no vea terminados sus proyectos o no disfrute en esta tierra de los frutos de esas últimas empresas: los verá en cualquier caso, desde un lugar mejor y para siempre[15].
Las llamadas enfermedades terminales son la fase final de numerosas enfermedades crónicas, en que la expectativa de vida es menor a un mes. Médicamente se hace este diagnóstico ante una dolencia de evolución progresiva, en la que los tratamientos convencionales se han agotado y los medicamentos se muestran ineficaces; hay una insuficiencia irreparable de uno o múltiple órganos, o complicaciones irreversibles, como el fallo de uno o varios sistemas[16].
El director espiritual se puede encontrar ante dilemas puestos por el mismo enfermo o más comúnmente por sus familiares: ¿cuáles medios para conservar la vida son ordinarios o extraordinarios?, ¿es lícito sedar a la persona en las últimas etapas, o usar algún medicamento que quizá le acorte la vida?, ¿cuándo acceder a donar algún tejido orgánico?, ¿es oportuno hacer un testamento biológico?, etc. Conviene que el director espiritual adquiera los conocimientos necesarios para responder con las indicaciones que ha dado el Magisterio de la Iglesia, preguntando a expertos si es el caso, sin precipitarse en respuestas que podrían ser poco ponderadas[17].
Una tarea fundamental de quienes atienden a estas personas es aliviarles el dolor y otras sensaciones molestas (como la dificultad respiratoria extrema, las nauseas y otros problemas digestivos), que muchas veces es médicamente posible, y acompañarles, para disminuir la ansiedad o sentimientos de impotencia. Estos cuidados médicos, llamados paliativos, requieren personal especializado y por esto es más frecuente –y en ocasiones conveniente– que estos enfermos fallezcan en el hospital. Existen, sin embargo, instituciones que ofrecen asistencia paliativa domiciliaria, que son muy eficaces. Que una persona en los últimos momentos pueda estar en su propio hogar –si cuenta con el apoyo médico adecuado–, tiene sin duda ventajas. De todos modos, ahí donde esté, habrá que ofrecerle un ambiente tranquilo, de intimidad, en que pueda recibir los sacramentos y meditar con paz en el amor de Dios que le espera, en compañía de sus seres queridos: «ayudar a una persona a morir significa ayudarla a vivir intensamente la última experiencia de su vida»[18]. Qué natural resulta, si se ha hecho hasta entonces, seguir rezando en familia, facilitar la vida de piedad de quien termina una etapa pero está por comenzar una nueva Aventura, cambiar de Casa[19].
3. Enfermedad psíquica
La enfermedad psíquica se manifiesta sobre todo en el obrar y en las funciones más unidas a la esfera psico-espiritual, como los sentimientos, el pensamiento, las actitudes y el comportamiento. Los factores causales son múltiples: biológicos, ambientales, sociales, psicológicos, etc.
Como se dijo, entre las dimensiones física, psíquica y espiritual hay una estrecha relación. En algunas alteraciones físicas, los factores psíquicos contribuyen directa o indirectamente. El asma, ciertas enfermedades de la piel, la úlcera gástrica, e incluso las infecciones, son favorecidas por el estrés psicológico. Los síntomas psicológicos, a su vez, pueden ser resultado de una lesión del sistema nervioso o endocrino, o la reacción a un trastorno físico.
Por otra parte, hay enfermedades psíquicas, como algunas formas de depresión, que no se manifiestan claramente, sino que se encuentran enmascaradas por síntomas físicos: un dolor, alteraciones intestinales, etc., que pueden ser reflejo de un cuadro depresivo.
Distinguir entre lo físico y lo psíquico no es siempre fácil. Cuando un médico sugiere la posibilidad de que un síntoma tenga una causa psíquica, no es infrecuente que oiga decir: doctor, no estoy loco. Esta dificultad hace que algunos médicos eviten insistir o ahondar en esta cuestión y prescriban sin más un medicamento probablemente poco eficaz.
Tampoco es sencillo determinar si un problema anímico tiene raíces ascéticas o espirituales. Si el director espiritual percibe una posible deficiencia psíquica, debería hacerlo ver al interesado, con delicadeza y prudencia, sin dejar que el problema se prorrogue indefinidamente. Si es preciso acudir al psiquiatra, es importante que la persona escoja un buen profesional, de recto criterio, en lo posible cristiano.
Hay una amplia clasificación de enfermedades psíquicas, pero no existen pruebas de laboratorio o signos físicos evidentes para ninguna. El diagnóstico se hace siguiendo descripciones hechas por consenso de los médicos. Las clasificaciones más utilizadas son la de la Asociación Psiquiátrica Americana: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-IV-TR), y la International Classification of Diseases (ICD-10) de la Organización Mundial de la Salud.
3.1 Distinción entre psicosis y neurosis
La distinción entre psicosis y neurosis hoy no está en uso. Sin embargo, reconocer los síntomas psicóticos es fundamental, pues estos se presentan en los trastornos más graves.
Se llamaba psicosis a un grupo de enfermedades en las que queda gravemente alterada la capacidad de percibir, evaluar e interpretar la realidad (fractura o pérdida de contacto con la realidad), que impide una adecuada valoración del mundo. El principal síntoma psicótico es precisamente esta deformación del sentido o juicio sobre la realidad, manifestado en pensamientos, afirmaciones o comportamientos extraños, evidentemente contrapuestos al juicio de una persona sana. El lenguaje puede ser ilógico, empobrecido o desorganizado. Los otros síntomas psicóticos son: el delirio, o convicciones ilógicas, erróneas, resistentes a la crítica y fuertemente radicadas; y las alucinaciones, o percepciones irreales. Falta completamente o está muy reducida la conciencia de enfermedad: no reconocen que están enfermos ni por tanto la necesidad de un tratamiento.
Lo más característico de la actitud de la persona con estos síntomas es la incomprensibilidad de su conducta, que tiene algo de absurdo. El observador choca con un muro impenetrable. Todo intento de persuasión resulta inútil.
Con el nombre de neurosis antiguamente se designaban las dolencias sin una base orgánica demostrable ni manifestaciones psicóticas. Las personas neuróticas tienen una especial capacidad de autoobservación, mantienen el contacto con la realidad y son más o menos conscientes de la naturaleza patológica de sus síntomas. Consiguen desempeñar sus actividades de modo aceptable. Sería como una reacción anómala –pero generalmente comprensible– ante determinadas situaciones límite, externas o internas, que padece el sujeto; todos podemos responder de un modo neurótico ante cierto tipo de estímulo, quizá por su intensidad o porque se prolongue largamente en el tiempo. Puede adquirir diversas formas patológicas: fobias, obsesiones, insomnios, etc.
3.2 Esquizofrenia, trastorno delirante y t. psicótico breve
Veremos las dolencias con síntomas psicóticos más representativas. En primer lugar la esquizofrenia, que no consiste en un desdoblamiento de la personalidad. La etimología griega del término contribuye a la confusión, pues significa Yo –o espíritu– dividido. En realidad, el desdoblamiento se da entre las emociones y la dimensión cognoscitiva.
Es frecuente, con una prevalencia del 1 % en la población general. Se presenta con pérdida de contacto con la realidad, alucinaciones –generalmente auditivas–, delirio y otras anomalías de pensamiento, más una alteración de la afectividad, reducción de la motivación y compromiso del funcionamiento social y laboral. La causa, como en todas las psicosis, es orgánica, aunque el desperfecto exacto es desconocido. Hay una documentada predisposición genética.
Puede aparecer en forma aguda, en pocos días, o lentamente, a lo largo de años. Habitualmente se presenta entre los 18 y 25 años y rara vez después de los 40, aunque puede manifestarse antes o después de estas edades. Los factores estresantes que desencadenan la aparición o la recurrencia pueden ser de tipo psíquico: la lejanía de casa por algún motivo, el término de una relación afectiva y las situaciones especialmente emotivas. También existen factores químicos: sustancias tóxicas como marihuana, cocaína y psicoestimulantes, entre otros.
Con los medicamentos llamados genéricamente antipsicóticos, se eliminan o disminuyen rápidamente los síntomas. Un 70 % de los pacientes esquizofrénicos consigue llevar una existencia normal en muchos aspectos. Cuanto antes se inicie el tratamiento, mejores serán los resultados. Los fármacos se deben mantener habitualmente de por vida, y aun así hay períodos en que los síntomas reaparecen. Es fundamental conseguir que la persona quiera tomarlos. Hay que ayudarles a darse cuenta –con prudencia, sin contraponerse– de que tienen un problema de salud y darles confianza. Alrededor de ellos se debe crear un clima particularmente sereno, que les favorezca y les proporcione seguridad.
Cuando la enfermedad retorna –recaídas–, los síntomas suelen ser similares al episodio inicial. Es ventajoso que la persona aprenda a reconocer las primeras advertencias: por ejemplo, dificultades para dormir o concentrarse, preocupaciones, susceptibilidad exagerada, dolor de cabeza, no conseguir pensar con nitidez, etc. Los familiares pueden también darse cuenta, o notar que el enfermo se aísla, está más irritable o ansioso. De este modo, se consigue acudir antes al médico.
Hay que estar atentos a los síntomas negativos de la esquizofrenia, que consisten en una afectividad –sentimientos, emociones, pasiones y tono del humor– poco reactiva o aplanada: tienen una mayor dificultad para ejercitar las actividades diarias, y descuidan lo que se refiere a su persona y a la de los demás, con un desinterés patológico. Por esto, caen con mayor frecuencia en alcoholismo, drogadicción, o ideas de suicidio. Un enfermo que comience a sentirse especialmente desesperado, deprimido, requiere atención de urgencia.
El trastorno delirante se caracteriza por la presencia de una o más convicciones erróneas (delirios) que persisten al menos un mes; habitualmente es crónico. Los delirios son extravagantes, pero incluyen situaciones verosímiles, como sentirse controlado, ser amado o envenenado, estar llamado a una función de particular importancia en el mundo (como un mesías, libertador o revolucionario), tener una enfermedad, etc. Se manifiesta en el adulto de media edad o más tarde. A diferencia de la esquizofrenia, el funcionamiento social no está tan comprometido.
Existen diversos tipos de trastornos delirantes, antes conocidos como estados paranoides: megalomanía, o convicción de poseer grandes talentos, o haber hecho un descubrimiento fabuloso; celos: convicción de que el cónyuge es infiel; persecutorio: persuasión de que sufre un complot; somático: delirio unido a una función corporal, como la fijación de que tiene alguna deformidad física.
Es oportuno señalar que la paranoia, o pensamiento patológico de ser continuamente amenazado, perseguido o minusvalorado es un síntoma y no una enfermedad específica. Puede tener grados y aparecer en el trastorno delirante, en esquizofrenias, o ser un rasgo de personalidad muy marcado.
La paranoia y otros delirios crónicos, aunque sean patológicos, con cierta frecuencia pasan inadvertidos. Las personas afectadas pueden ser intelectualmente brillantes y productivas en su trabajo. Se muestran aparentemente normales en muchos campos de su actividad y de su conducta. Lo característico es que presentan ideas delirantes con una estructura interna coherente: dentro de lo insólito de la historia –esto es percibido por los sanos– hay un orden y concatenación de los hechos narrados por el paciente, que le dan un aspecto de verosimilitud. En algunos, el delirio casi no se nota, pues consiguen desarrollar bien un trabajo intelectual o manual, aunque la enfermedad resulta evidente para los que les tratan de cerca.
No es adecuado contradecir directamente al enfermo en su delirio, pues no aceptará motivos y puede significar la ruptura del diálogo. Tampoco se le debe dar la razón. A veces se meten hasta tal punto dentro de su fantasía, que no consiguen realizar una vida normal. Es difícil convencerles para que vayan al médico y hay que tener paciencia, buscando algunos puntos de contacto: hacerles considerar dificultades que estén dispuestos a reconocer, animarles a un control de salud general, o buscar remedio para una posible alteración del sueño, ansiedad, inquietud, etc. En el trastorno delirante los antipsicóticos son menos eficaces que en la esquizofrenia; se busca desviar la idea ilógica hacia áreas de interés no peligrosas y gratificantes.
En los delirios crónicos es compleja la asistencia espiritual, especialmente si el delirio es de temática religiosa, por la dificultad de que acepten un tratamiento.
El trastorno psicótico breve se caracteriza por que los síntomas psicóticos duran al menos un día y menos de un mes. Después, la persona vuelve a su nivel de funcionamiento previo. Puede darse en forma aislada, o ser el primer indicio de una esquizofrenia o trastorno bipolar; se observa también en algunos trastornos de personalidad. Puede ser desencadenado por un evento estresante, como la pérdida de una persona querida, un cambio de ambiente, etc.
Estas tres dolencias se afrontan de un modo similar. No siempre es fácil establecer un solo diagnóstico, pues, como muchos cuadros psíquicos, se manifiestan entrelazadas con otras. Si se descubren síntomas psicóticos, es fundamental conseguir que la persona vaya pronto al psiquiatra.
Al paciente y a sus familiares se les debe transmitir paz, confianza en los médicos y aclarar un argumento central: no hay culpabilidad por parte del sujeto ni de la familia. Estas enfermedades representan también un signo del amor de Dios: se deben quitar los prejuicios que las acompañan y afrontar el miedo que surge ante un diagnóstico asociado al concepto peyorativo de loco.
Es importante que los parientes y quienes se relacionan con estas personas, también el director espiritual, aprendan a reconocer y manejar algunos aspectos de la enfermedad. Así se comprende mejor su sufrimiento y se les ayuda más eficazmente en el tratamiento y la prevención, y en su vida de fe, que es inseparable del modo en que llevan la dolencia. Además, se consigue una relación o convivencia más amable y tranquila; comprender lleva a disminuir los miedos injustificados, las angustias, los cansancios, etc. La vida espiritual de los enfermos y de sus familiares crece si se acepta la enfermedad con visión sobrenatural, no como un castigo divino, sino como ocasión para amar más.
En muchas enfermedades con síntomas psicóticos, en las etapas asintomáticas, la atención espiritual será como la de cualquier enfermo crónico, con las siguientes sugerencias para crecer en visión sobrenatural: aceptar la patología y ofrecerla, dejarse ayudar, seguir las indicaciones médicas, no abandonar las prácticas de piedad. Copio de una carta de un buen cristiano con esquizofrenia: «ha sido y es tantas veces dura la vida, pero siempre tengo fe en el Señor que me ayudará. Ahora que han pasado tantos años, siempre descubro algo nuevo en mi relación con Dios y con los demás (…). Cuando necesito, en medio de las penas, encuentro una respuesta que prefiero guardar para mí y así soy feliz. Creo en Jesús y mantengo también la esperanza de curarme».
La ansiedad es parte de la respuesta al estrés o al peligro. Compromete al organismo con reacciones fisiológicas: taquicardia, sudoración, aumento de la presión sanguínea y de la frecuencia respiratoria, etc. Representa un mecanismo de defensa que anticipa la percepción del riesgo y lleva a afrontarlo.
Por esto, todos tenemos experiencia directa y somos capaces de comprender inmediatamente la ansiedad nuestra y la de los demás.
Si no conseguimos superar la situación o si al estado de alarma no corresponde algo real, la respuesta es desproporcionada o injustificada. Se puede llegar así a una enfermedad psíquica: los llamados trastornos de ansiedad, conocidos en el pasado como cuadros neuróticos.
Hay además numerosas dolencias orgánicas que causan ansiedad: hipertiroidismo, hipoglucemias, descompensaciones cardiacas, arritmias, enfermedades pulmonares, intoxicaciones, síndromes de abstinencia de alcohol o drogas, efecto adverso de medicamentos, etc.
Veremos sólo algunos trastornos. El trastorno obsesivo-compulsivo será explicado en un punto aparte. Comenzaremos por los ataques de pánico, pues son frecuentes y muy significativos de lo que sucede con el ansia extrema. Se presentan con una inesperada e intensa sensación de miedo y angustia, sin un peligro real. Las manifestaciones somáticas son espectaculares: palpitaciones, sudoración, temblor, sofocamiento o asfixia, dolor opresivo en el tórax que simula un infarto, náuseas, vértigos, miedo de perder el control o enloquecer, o morir... Se inicia de modo brusco y repentino y llega a un máximo de intensidad en 10 minutos. No suele durar más de media hora.
Provoca un gran sufrimiento y el lógico deseo de huir de los desencadenantes.
En las fobias, se dan manifestaciones similares al ataque de pánico ante determinadas situaciones. Existen muchos tipos. La fobia social consiste en evitar circunstancias en las que el sujeto se expone al juicio de los demás: hay un temor irracional al ridículo o a actuar de modo inapropiado. La agorafobia, o miedo a lugares abiertos, por temor a que ocurra algo malo y no poder huir a un refugio seguro o no encontrar ayuda, puede ocurrir en eventos multitudinarios, al utilizar un medio de transporte, etc. Las fobias específicas son muy variadas: a animales, a lugares cerrados, etc.
Los trastornos postraumáticos son una secuela de un evento extraordinariamente estresante: un accidente, la guerra, un terremoto, etc. Además de ansiedad, suele haber alteraciones del estado de conciencia y de la memoria.
El trastorno de ansiedad generalizada inicia en la tercera década de la vida y puede complicarse con síntomas depresivos. La ansiedad y preocupación excesiva están presentes casi todo el día, ante muchas circunstancias, por al menos seis meses. Se diferencia de un agobio normal, porque la persona es incapaz de controlarlo y le lleva a tensión continua, irritabilidad, cansancio, dificultades de concentración y de memoria, problemas de sueño, etc.
Cuando se experimenta personalmente ansiedad –nerviosismo– o la vemos en otros, lo primero es identificar el motivo. Si no se encuentra, el problema está más relacionado con la salud psíquica. Hay una serie de medidas sencillas para contrarrestarla, útiles como primera opción:
- Apoyo fisiológico: cuidado del sueño; deporte con regularidad, preferiblemente con otros; caminar 30-40 minutos al día; ejercicios de relajación, como la respiración diafragmática.
- Disminuir el uso de alcohol, cafeína y estimulantes; el tabaco es utilizado por las personas ansiosas, pero tiene numerosos efectos perjudiciales para el equilibrio psicofísico.
- Si la ansiedad no se reduce y/o dificulta la vida normal, será oportuno consultar a un médico. Puede ser suficiente el uso de medicamentos ansiolíticos por días o semanas.
Son verdaderas enfermedades y, gracias a Dios, muchas pueden curarse. No son un signo de debilidad o fruto de faltas personales. Para obtener buenos resultados, son importantes el diagnóstico y el tratamiento precoces. Además de los ansiolíticos, sirven algunos antidepresivos. La psicoterapia tiene un papel positivo: se exploran posibles conflictos ocultos que condicionan el miedo patológico, buscando formas de contrarrestarlo, y se modifican estilos de afrontamiento que generan menos angustia. Se suelen indicar ejercicios de progresiva dificultad, para controlar la ansiedad en forma de pequeños pasos adelante, encaminados a superar las situaciones estresantes.
Conviene que el director espiritual sepa que un paciente con trastornos de ansiedad pone a dura prueba las relaciones familiares, por su comportamiento, que puede aparecer incomprensible y alterar los planes de otras personas, o por sus reacciones que trasmiten falta de paz. Hay que ser comprensivos y tener paciencia. Más que en otros padecimientos, es necesario mantener la calma, hablar serenamente, sin discutir los ilógicos temores: sugerirles que pongan la confianza en Dios, que es Padre y todo lo prevé para el bien de los que le aman; que traten de descansar en el Señor, que es nuestra paz y la principal fuente de serenidad
La obsesión y la compulsión se presentan en diversas enfermedades. El trastorno obsesivo-compulsivo se incluye en los trastornos de ansiedad recién analizados, pero estos síntomas pueden estar presentes también en una personalidad patológica. Existe además la tendencia a la obsesión, que no llega a ser una enfermedad sino un rasgo o característica de la personalidad. Explicaremos ahora la más clásica de las dolencias: el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) dentro de los trastornos de ansiedad[20] Afecta aproximadamente al 0.5 % de la población general.
La obsesión, del latín obsessio (asedio), consiste en ideas, pensamientos, impulsos o imágenes que no se logran quitar de la mente. Entran en ella de un modo prepotente y se perciben como algo irracional, incontrolable, absurdo y que provoca angustia. No son un simple pensamiento indeseado que termina por desaparecer y que, como muchas personas han experimentado, son frecuentes en los estados de tensión, ansiedad, falta de sueño o fatiga, que favorecen la rumiación de ideas. Por otra parte, en ocasiones, si se intenta cortar con demasiada fuerza y directamente un pensamiento involuntario, puede aumentar la ansiedad y ser más difícil que desaparezca.
El término compulsión indica comportamientos o pensamientos impetuosos que acompañan a la obsesión. Se desencadenan como medio para reducir la ansiedad que el fenómeno obsesivo genera. Se trata de un impulso irresistible a actuar de cierta manera, para comprobar que lo pensado no es verdadero o alejar un supuesto peligro. El ejemplo más típico es lavarse continuamente las manos ante la obsesión de estar contaminado. Los actos reducen sólo momentáneamente la angustia, a diferencia de lo que sucede cuando se satisface un deseo normal.
En el TOC, la persona experimenta obsesiones involuntarias y absurdas que no puede apartar y le provocan tal agobio que no consigue desarrollar sus normales actividades. En la mayor parte de los casos aparece antes de los 25 años y raramente después de los 40. Los temas más comunes son el temor a estar contaminado con gérmenes, dudas (¿he apagado la luz o cerrado la puerta?), el orden o la simetría, los impulsos agresivos (ej. gritar obscenidades, descontrol de la sexualidad), etc.
Es una enfermedad crónica que se agudiza en situaciones estresantes. Se puede complicar con una depresión y asociarse a otras dolencias. Se ha confirmado la existencia de factores genéticos causales. Se sabe que en este trastorno hay alteraciones en el funcionamiento de algunos núcleos cerebrales. Esta afección también puede darse en los niños, por toxinas producidas por algunos gérmenes que provocan amigdalitis.
Para afrontar el TOC, son apropiadas las medidas generales que mencionamos en los demás trastornos de ansiedad. No todo el que pasa por un periodo de mayor obsesividad está enfermo, pero si los síntomas no desaparecen pronto y la ansiedad aumenta o hay compulsiones, será necesario el tratamiento. Hay fármacos eficaces, que disminuyen la obsesión y la compulsión. Las personas que los rechazan tienen peor pronóstico y pueden estar afectadas por otras dolencias, como el trastorno de personalidad paranoide. También es eficaz la psicoterapia cognitivo-conductual en la que se dan pautas para modificar las ideas obsesivas y los rituales compulsivos.
Es importante no favorecer las compulsiones de un enfermo, como podría suceder si un familiar se anticipa a abrir las puertas para que el otro no se contamine, o si le facilita lavarse continuamente, etc. Ante preguntas compulsivas y continuas –que pueden notarse en la dirección espiritual– del estilo: ¿lo estoy haciendo bien?, ¿he contado con suficientes detalles este asunto?, ¿he cerrado la puerta?, ¿el teléfono que he dado es exacto?, etc., no hay que dejarse llevar por el enfado o caer en la burla sarcástica, ni tampoco responder como si nada ocurriese, para dar tranquilidad, sino decir con calma que ya se ha contestado: poco a poco se ha de ayudar al enfermo a advertir su sintomatología patológica. Conviene actuar y responder siempre con calma, con una sonrisa, de modo que vaya comprendiendo su modo de obrar y que puede ejercitar la paciencia consigo y con los otros. Hay que simplificarles interiormente, aconsejándoles una vida de infancia y sencillez espiritual, y que piensen habitualmente en los demás.
Se habla de trastorno del humor cuando hay una alteración del estado de ánimo, por exceso o por defecto. Existen el trastorno unipolar (depresivo) y el bipolar (maníaco-depresivo)[21].
La depresión y la manía son dos polos. La primera se manifiesta por un tono del humor bajo, pérdida de interés y de iniciativa, lentitud en procesos psíquicos y motores, pesimismo, indecisión y sentimientos de culpa. La manía, en cambio, se presenta con euforia, excitación psicológica y motora, desinhibición, optimismo sin causa, valoración exagerada de las propias capacidades, iniciativas y actividades múltiples no sopesadas, etc. Un grado menor es la hipomanía: son personas que viven con frecuencia como por encima de una felicidad normal y suelen ser hiperactivas e impulsivas.
La manía compromete la capacidad de juicio y el comportamiento social. Lleva a decisiones desastrosas que se toman con extraordinaria prisa, en lo familiar, económico, etc. y a actuaciones desacertadas, por ejemplo en la sexualidad. Un episodio maníaco es muy sorprendente, puede instaurarse en pocas horas e ir acompañado de ideas delirantes (de grandeza). A estos enfermos se los nota excitados, con múltiples planes y proyectos, con gran energía física, y poca necesidad de dormir.
Estos extremos patológicos se deben distinguir de la tristeza y de la alegría, aunque el límite no es perfectamente definido. En la enfermedad falta la proporción entre el estímulo y la reacción, a la vez que la duración o la intensidad de la respuesta no son lógicas ni equilibradas, y se produce una disfunción en la vida personal, laboral o de relación.
Hay muchas condiciones que alteran el humor. Existen depresiones pasajeras, como reacción a algunas fiestas en las que se echa en falta a seres queridos, o aniversarios de acontecimientos luctuosos, o, en las mujeres, en los periodos premenstruales o después del parto. Pueden aparecer también en situaciones de prolongado estrés profesional, como el burnout de quienes trabajan ayudando a otros (personal sanitario, asistentes sociales, profesores, etc.), sometidos a la continua tensión emotiva por el contacto con el dolor físico o psíquico; en las fatigas crónicas, etc. La fatiga o el cansancio, a su vez, pueden ser normales o ser un indicio de otras enfermedades psíquicas o físicas: anemia, hipotiroidismo, diabetes, infecciones, etc. En el trastorno por déficit atencional e hiperactividad (TADH) del adulto, prolongación del cuadro iniciado en la infancia, se ve con frecuencia ansiedad y depresión.
Algunos periodos críticos de la vida favorecen la aparición de sintomatología depresiva, como la adolescencia, la crisis de mediana edad (década de los 40 años) expuesta en otro capítulo, o la vejez. El proceso de la menopausia, que representa el fin de los ciclos hormonales de la mujer, es un factor biológico que puede alterar el humor y desencadenar cuadros depresivos. Se da en torno a los 50 años y comprende numerosos síntomas de intensidad y frecuencia variables: accesos de calor y sudoración, dificultades en el sueño, vértigo, taquicardia, hormigueos, dolores articulares y musculares, problemas intestinales, etc. El tratamiento con sustitución de hormonas es eficaz, pero tiene efectos adversos que deben ser valorados por el médico.
No se conoce la causa exacta de los trastornos del humor, pero se produce una alteración de la bioquímica cerebral. Existe una interacción entre factores biológicos (cambios hormonales y de neurotransmisores cerebrales), genéticos, psicosociales (circunstancias estresantes en la vida afectiva, laboral o de relación) y de personalidad. La herencia genética es importante, especialmente en el trastorno bipolar. Algunas características de personalidad que favorecen la depresión son la inestabilidad emocional, el sentimentalismo, el nerviosismo, la inseguridad y el perfeccionismo. Hay también fármacos que pueden provocar síntomas depresivos: antihipertensivos, antiparkinsonianos, quimioterápia, anticonceptivos, etc. A veces, la depresión se asocia a dolencias orgánicas, como la enfermedad de Parkinson.
Antes de describir los trastornos del humor conviene clarificar la terminología. Se habla de depresión mayor, para referirse a los clásicos episodios depresivos que comentaremos. El término mayor no indica tanto la gravedad, sino el número de síntomas. La distimia es una forma de depresión menos grave pero crónica, que suele tener relación con una personalidad vulnerable (antiguamente se llamaba depresión neurótica) y esta asociación complica el tratamiento y el pronóstico, pues son dos los problemas que hay que resolver. Hay depresiones reactivas, en las que un evento altamente emotivo, como la pérdida de una persona querida, la separación matrimonial, la ruptura de una relación emocional (noviazgo o amistad), la pérdida del trabajo, el diagnóstico de una enfermedad grave, etc., es la causa desencadenante. Algunos la oponen a endógenas, en que no se encuentran causas externas y por lo tanto se deben a alteraciones biológicas cerebrales. Las depresiones reactivas se relacionan con el duelo patológico, que es un cuadro depresivo originado a raíz de la muerte de un ser querido, que se prolonga excesivamente o que es de una intensidad inusual, con pensamientos de culpa o ideas extrañas que pueden ser delirios. También existe una forma fluctuante de tristeza y euforia, que dura horas o pocos días y que no llega a la gravedad de la depresión o la manía: se llama ciclotimia.
Depresión
Es la enfermedad psíquica más frecuente. En el conjunto de sus formas, afecta hasta un 15 % de la población en algún momento de su vida. El síntoma guía es una disminución del estado de ánimo, con una pérdida de interés y de capacidad para disfrutar de todas o casi todas las actividades. Incluye tristeza, desesperación, apatía, falta de iniciativa e irritabilidad. La manifestación más común es la incapacidad de experimentar alegría y sentir las cosas como antes. Otros síntomas son: ansiedad, insomnio –con frecuencia se despiertan muy pronto–, pérdida de apetito y de peso, dificultades de concentración, disminución del impulso sexual. Son usuales las ideas de culpa, ruina, condenación y muerte. Hay formas psicóticas, que a veces tienen tintes delirantes y dan lugar a las psicosis depresivas. Se agregan manifestaciones somáticas como cefalea, dolores, hormigueos, vértigos, alteraciones intestinales y cardiovasculares. Se debe sospechar una depresión ante manifestaciones de tristeza inmotivada o desproporcionada que duran más de dos semanas.
El psiquiatra alemán H. Tellenbach definió en un buen número de estos pacientes el Typus melancholicus, que consiste en un excesivo deseo de orden en relación al mundo y un nivel de autoexigencia elevado, que se refleja en la vida profesional y en las relaciones interpersonales, en escrúpulos y una difícil tolerancia por el más leve sentimiento de culpa. Es frecuente encontrar exageradas las siguientes características: perfeccionismo y deseo de orden, responsabilidad y honestidad, sensibilidad, autoexigencia e intolerancia, sentido del deber e inflexibilidad, búsqueda del óptimo rendimiento, autoestima dependiente de la opinión ajena, ánimo cambiante y obsesividad. Esta manera de ser, similar a lo que hoy se conoce como personalidad obsesivo-compulsiva o anancástica, lleva a vivir con gran tensión psíquica y con la edad puede producir depresiones.
En la tarea de formación hay que encauzar bien estos rasgos, para que se desarrollen en lo que tienen de positivo. De este modo, se contribuye a la prevención, aunque la depresión no es un signo de debilidad o una condición que dependa de la voluntad de la persona. El deprimido no se siente mejor por el hecho de esforzarse más, o porque pone buena voluntad, o porque lucha por no estar abatido Las personalidades vulnerables o frágiles pueden modificarse cambiando la manera de vivir.
Trastorno bipolar
El trastorno bipolar se llamaba psicosis maníaco-depresiva, para resaltar la presencia de síntomas psicóticos. Consiste en el alternarse de períodos de depresión como los descritos, episodios de manía y épocas asintomáticas. Se suelen presentar manifestaciones de ambas fases en la juventud. Un sólo episodio de manía claro es suficiente para hacer el diagnóstico y diferenciarlo de la depresión unipolar.
Los trastornos bipolares tienen recaídas frecuentes y precisan tratamiento con estabilizadores del humor (como las sales de Litio) de por vida. La manía requiere atención médica urgente
Cómo afrontar los trastornos del humor
El modo de ayudar a una persona con trastorno del humor depende de la situación o fase en que se encuentre. En la manía, como cuando hay síntomas psicóticos, las palabras son poco efectivas: es necesario el uso de medicamentos. En las fases depresivas, el apoyo de la dirección espiritual da recursos válidos para entender el problema pero precisan también medicación. Entre las crisis o después de la recuperación, cabe afrontar –con la intervención de expertos– los rasgos de la personalidad que predisponen a la depresión.
Durante la terapia, los familiares, los amigos o el director espiritual pueden reforzar los consejos de los profesionales y dar confianza en los buenos resultados que se obtendrán con los medicamentos, que comienzan a actuar después de dos a cuatro semanas de tratamiento. La depresión es una enfermedad curable: 2/3 de los pacientes responden bien al primer fármaco. La remisión completa se consigue en más del 80 %. En los casos más graves, como cuando aparecen ideas de suicidio, puede ser necesaria la hospitalización.
Para atender a estas personas no hay reglas universales: cada una es distinta y requiere ser tratada de un modo diverso. Es beneficioso lo que le lleve a salir de sí mismo, a mirar a Dios y a los demás, con el buen humor –alegría de los hijos de Dios– de que sea capaz. Que procuren controlar la imaginación, que vivan al día. Hay que oírlos con calma, cuantas veces quieran: sirven poco los consejos genéricos animantes. No se les puede pedir sin más un esfuerzo de buena voluntad, porque están debilitados; y tampoco les sirven las comparaciones del tipo: hay muchos que están peor que tú.
Si estas personas rechazaran el tratamiento médico, es acertado repetirles lo que probablemente ya les ha explicado el doctor: los fármacos actualmente en uso no alteran la personalidad, no cambian el modo de pensar, ni interfieren en medida significativa en la vida laboral o social. Tampoco causan grave dependencia, incluso si se usan, como es necesario, por meses o años. En cambio, facilitan la serenidad y la paz.
Hay que intentar que el enfermo tome distancia de lo que siente, sin identificarse con su estado de ánimo; darles esperanza y pedirles confianza y paciencia. Caben argumentos positivos, como por ejemplo la experiencia para ayudar a otros y el mejor conocimiento de ellos mismos, que adquirirán. Se debe evitar que busquen continuamente una causa, un motivo que justifique su situación, porque aumenta la tendencia a la autocrítica y fomenta sentimientos adicionales de culpa e incapacidad.
Pueden ofrecer a Dios su tristeza, incluso a posteriori –cuando se recuperan y ven con más objetividad–, con la alegría de la fe, que no es ni fisiológica ni psicológica. Hay que ayudarles a entender que Dios permite estas dolencias, que hay que aprender a santificar, pues sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios (cfr. Rm 8, 28). Les costará entender que tienen una enfermedad como cualquier otra, que es un tesoro del que podrán sacar muchos bienes. De ningún modo han de considerarla un castigo. Por tanto, omnia in bonum! (¡todo es para bien!); y que tengan en cuenta que ofrecer las molestias no significa que vayan a desaparecer de inmediato.
Es imprescindible que se sientan comprendidos y noten esa comprensión. La afectividad del enfermo suele deformarlo todo, por eso se ha de comprobar que son entendidos, queridos y fortalecidos. En ocasiones, importa más que se desahoguen a que reciban consejos. Existe el riesgo de que tomen por órdenes o reproches las simples sugerencias de la dirección espiritual.
En la medida de lo posible, hay que llevarles a apoyarse confiadamente en Dios, en la ayuda de la Santísima Virgen y en la intercesión de los santos. Que acudan con frecuencia al Sagrario, cuiden la oración mental y vocal, el trato filial con Dios Padre, el abandono, la vida de infancia espiritual. Cabe aconsejarles textos y temas para su oración personal: a veces con sólo mirar fotografías podrán dirigirse a Dios en forma de acción de gracias, de admiración, etc.; y alentarles a una abundante oración de petición, proponiéndoles intenciones: la Iglesia, las almas... Las sugerencias y metas han de ser fáciles y concretas, asequibles y estimulantes; planteadas de tal modo, de acuerdo con la persona, que fomenten su autonomía, su libertad de espíritu.
Las ideas negativas y obsesiones, si las hay, pueden ayudarles para rezar: más que luchar por cortarlas directamente, que busquen quitarles importancia y las utilicen incluso como llamadas de atención o despertadores para la vida de piedad. Ésa es, en su caso, la mejor muestra de fe. Hay que sugerirles detalles que faciliten la presencia de Dios y que les ilusionen o, al menos, que se vean capaces de cumplir. En todo esto, que frecuenten el trato y la amistad con el Espíritu Santo.
Si tienen costumbre de hacer un examen de conciencia diario, ha de ser fácil y breve. Bastará con que consideren pocas cosas y se concreten un propósito pequeño; por ejemplo, repetir una breve invocación. No les viene bien el excesivo afán de autoexamen.
La mayoría de los enfermos con tratamiento podrán desempeñar desde el principio del cuadro, o en poco tiempo, sus actividades laborales, familiares, etc., y sus prácticas de piedad habituales. No suele haber motivos, salvo en casos de particular gravedad, para que dejen de asistir a Misa o no vivan otras devociones que quizá tengan, como el rezo del rosario o unos momentos de oración mental. En general, es oportuno que sigan un horario, que se acuesten y levanten a una hora determinada. Con frecuencia necesitan dormir más de lo habitual, incluso en algún momento del día. El médico puede ayudar a concretar los detalles.
Han de procurar tener el tiempo ocupado, sin quedarse inactivos. Quizá algunos días sólo puedan leer algo entretenido o resolver problemas sencillos, pero es importante que se sientan útiles, y que realmente lo sean: sus molestias ofrecidas, ya son un tesoro. Interesa que huyan de la soledad, de encerrarse en sí mismos, pero dándoles a la vez soluciones prácticas. No suele ser bueno que estén habitualmente solos –salvo por indicación médica– o se aíslen, por ejemplo los fines de semana. Los familiares se deben adelantar: sugerirles, preguntarles, y ver quién puede acompañarles a un paseo, a comprar algo, etc., sin forzarles.
Si aparecen actos contrarios a las virtudes, falta de sobriedad, sensualidad, etc., se les puede hacer ver que cuando uno no sabe cómo portarse bien, nunca es solución portarse mal. La enfermedad jamás ha de ser una excusa para consentir a actos en contra de la ley moral. Esto no quita que existan patologías capaces de disminuir la responsabilidad moral de algunas elecciones e incluso, en casos extremos, de anular la libertad del enfermo. El amor a Dios y su gracia –que nunca falta– permiten cuidar la salud espiritual.
En los momentos depresivos puede ser más difícil luchar contra las tentaciones, entre otros motivos porque las defensas están disminuidas y tienen menos recursos psíquicos para combatirlas. Les dará paz que se les recuerde la diferencia entre sentir y consentir, la importancia de los actos de contrición y de las acciones de gracias.
Durante el proceso depresivo o una vez superada la fase aguda, al hacer balance, podrían querer cortar con la vida previa: el matrimonio, un camino vocacional, el trabajo, la profesión, etc. Hay que recordarles que una situación psíquica alterada no es buena para tomar decisiones importantes; y que, cuando se curen, ya podrán pensar con calma. En todo caso, es oportuno hacerles ver que existen algunas obligaciones en las que han empeñado definitivamente su voluntad, y que por tanto no pueden romperlas sin más. Faltar a este tipo de deberes perjudicaría no sólo a ellos mismos, sino también a otras personas, por ejemplo el cónyuge o los hijos. Dios no les abandonará y les dará las fuerzas para seguir con fidelidad el camino al que les llama.
Estos pensamientos son ocasión para ayudarles a ver lo que conviene cambiar. Más que destruir quizá irremediablemente lo que antes apreciaban, tendrán que evaluar, con el apoyo del médico, qué aspectos vivían de un modo equivocado: dónde había perfeccionismo, o un activismo estéril, una doble vida, una relación problemática con la autoridad, dificultades de carácter como las que explicaremos en el siguiente punto, etc. Algunos estados de agotamiento laboral, que existen también en quienes se dedican a tareas o iniciativas de apostolado cristiano, se pueden prevenir con el descanso adecuado, cambios de actividad que permitan desarrollar intereses variados, el apoyo de la familia, un buen conocimiento propio, una mejor formación en las relaciones interpersonales y una correcta valoración de la realidad: el trabajo no es un fin, sino un medio. Dios quiere servirse de los cristianos a pesar de las personales limitaciones, que conviene reconocer, sin negarlas ni exagerarlas; lo que se hace por amor a Él tiene siempre repercusiones positivas, aunque no se vean inmediatamente.
A todos los que pasan por estas situaciones se les ha de hablar con gran delicadeza, sin dejar de mencionarles las virtudes que poseen, el bien que han hecho y podrán seguir haciendo: «Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados»[22].
3.6 La personalidad madura y sus trastornos
La personalidad es el modo de ser que se forma a lo largo de la vida. Es una organización dinámica, es decir que cambia y se modifica en el tiempo, de todo el sistema psicofísico que determinará la forma de pensar y de actuar[23] Es el resultado de interacciones entre factores constitucionales, ambientales, sociales, etc., donde la religiosidad tiene una importancia clave.
Es habitual distinguir dos elementos en la constitución de la personalidad. El temperamento, como sustrato fisiológico del funcionamiento psíquico, es el conjunto de las características heredadas que se desarrollan desde el nacimiento. Y el carácter, o aspectos del modo de ser adquiridos por influencias externas, como la educación, la formación, los sucesos e interacciones sociales, los condicionamientos socio-culturales, etc.
Hay numerosas formas de clasificar a las personas según su temperamento o carácter; y más frecuentes aún los intentos de definir qué es una personalidad madura. Sin entrar en detalles, podemos afirmar que la personalidad madura de un cristiano es aquella que más se acerca al Modelo: «(...) De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo»[24].
Tanto los actos buenos o virtuosos, como las acciones malas o viciosas afectan a la personalidad: la enriquecen o la empobrecen respectivamente. Hay algunos rasgos de carácter que se consideran peligrosos, porque dificultan la madurez y la adaptación al entorno y pueden generar algún tipo de patología psíquica. Por ejemplo, el perfeccionismo, el activismo, la impulsividad, la inseguridad, la baja autoestima y la obsesividad.
Cuando estos rasgos o características superan un límite surgen las enfermedades o trastornos de la personalidad. Son comportamientos y rasgos de carácter negativos o patológicos, constantes, rígidos, que influyen en toda la existencia del sujeto, en su entero estilo de vida. Se presentan como modos estructurados y particulares de pensar, percibir la realidad, relacionarse con el mundo y con los demás, que se alejan de lo esperado en esa cultura y ambiente. Se manifiestan en todas las áreas: conocimiento, afectividad, control de impulsos, relaciones interpersonales, sociales y laborales. Abocan a un fuerte sentimiento de vacío existencial y mucho sufrimiento.
Los trastornos de la personalidad empiezan a dar problemas en la adolescencia o en los primeros años de la vida adulta. Para el diagnóstico, es necesario que los rasgos sean realmente inflexibles –no sólo momentáneos o por adaptación a determinadas circunstancias– y comprometan significativamente el funcionamiento normal de la persona o causen un sufrimiento subjetivo Aunque suelen ser estables en el tiempo, con un tratamiento psicológico adecuado –que se llama psicoterapia– mejoran notablemente.
La comprensión de estos trastornos sirve para ayudar a muchas personas y para conocerse mejor uno mismo. Hay que diferenciarlos de los defectos normales, aunque algunos medios para afrontarlos sean similares. La causa exacta de las enfermedades de personalidad no se conoce. Influyen factores genéticos y del recorrido formativo: deficiencias familiares, especialmente las faltas de afecto o abusos en la infancia, educación, relaciones interpersonales y experiencias negativas. Las personas con una vida espiritual intensa poseen un arma más para superar rasgos anómalos.
El Manual de enfermedades psiquiátricas (DSM-IV-TR) los presenta en tres grupos, donde hay muchas sobreposiciones:
- Grupo A: Trastornos de personalidad Paranoide, Esquizoide y Esquizotípico. Se trata de personas que parecen extrañas o excéntricas.
- Grupo B: Trastornos de personalidad Antisocial, Borderline (límite), Histriónico y Narcisista. Son personas muy emotivas, melodramáticas, imprevisibles.
- Grupo C: Trastornos de personalidad Evitativo o Ansioso, Dependiente, y Obsesivo-compulsivo. Son personas con una ansiedad o temor permanente.
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